sábado, 18 de noviembre de 2017
Lo que atesora la memoria
Lo que atesora la memoria
Parte de la sabiduría consiste en conocer el valor del presente antes de que haya pasado para siempre.
Por Corey Ford
Siempre ha sido mi lema preferido y quise mandarlo inscribir en la repisa de la chimenea de mi casa campestre. Me comuniqué con mi grabador, y por teléfono le di las medidas del manto de la chimenea y le deletreé la leyenda: Forsan et haec olim meminisse juvabit.
Dos días después el grabador apareció en mi casa. Era un hombre delgado, de unos cuarenta y tantos años, según calculé, parco en palabras. Sin decir nada, desenrolló una tira de papel de calcar y transcribió la leyenda en la madera.
—¿Es latín, no? —preguntó mientras buscaba en su saco de trabajo un cuchillo especial de mango largo.
—Sí; es de la Eneida de Virgilio —respondí distraídamente, pues acababa de advertir que el hombre tenía la mano izquierda amputada en la muñeca, lo que me dejó muy impresionado.
Usando el muñón como una escuadra de pintor y apoyando el brazo derecho en aquél, se puso a grabar a cuchillo con hábiles y seguros movimientos.
—¿Qué quiere decir? —me preguntó.
Se lo traduje: «Tal vez algún día será un placer recordar todo esto».
A menudo vivimos algo que, si entonces nos parece un suceso penoso, luego se convierte en placentero recuerdo. Alguna tarea que en la niñez detestábamos, puede llegar a ser, retrospectivamente, una de nuestras impresiones más preciadas. Un viaje aburrido, el vuelo en avión que perdimos, la noche que pasamos a solas en un pueblo desconocido: todo se puede transformar al contemplarlo pasados los años. Descubrimos entonces que los aspectos desagradables se han desvanecido como por milagro, y recordamos lo ocurrido con mucho placer.
Un verano fui en avión a un lejano lago del norte de Ontario, frente a la bahía de Hudson, lago famoso por sus truchas. Mientras estábamos pescando aguas abajo, un rayo provocó un incendio en el bosque, en que resultaron destruidos nuestro campamento y el avión. Nadie sabía dónde buscarnos y no teníamos manera de avisar a nadie. Durante diez espantosos días nos alimentamos de pescado. Por la noche tiritábamos bajo una manta de piel de conejo. Fumábamos cigarrillos de hojas de té envueltas en papel de tocador, a fin de mantener alejados los enjambres de moscas negras. Por fin una partida de socorro aéreo divisó los restos de nuestro avión y nos recogió. Hoy he olvidado casi completamente los insectos, el hambre y el frío, y aquél duro trance subsiste en mi memoria como una aventura a la que no habría renunciado por nada en el mundo.
¡Ah! Si por lo menos supiéramos saborear cada día al momento mismo de vivirlo, en vez de descubrir el placer que nos trajo, a la melancólica luz de la memoria . . . ¡Si aprendiésemos a no prestar atención a las pequeñas molestias, a las preocupaciones gratuitas, a los temores que se oponen al goce de la hora fugaz, reconoceríamos el verdadero valor del presente antes de que haya pasado para siempre! Pienso ahora en un amigo que se casó con una chica encantadora; yo fui el padrino. Pocos años más tarde algunas leves divergencias les parecieron tan inmensas que mis amigos se divorciaron. El otro día ese amigo me decía:
—¡Ojalá hubiera sabido entonces lo felices que éramos!
El cuchillo del grabador cortaba en el manto de pino de la chimenea, guiado con pericia por los dedos de su mano derecha. Incapaz de contener mi curiosidad, le pregunté:
—¿Qué le pasó? Digo, en la otra mano.
No pareció haberle ofendido mi pregunta.
—Fue cuando estaba yo en el ejército, en un lugar llamado Attu. Me alcanzó una granada japonesa. Pasé toda la noche entre la nieve y se me congeló la mano.
Yo miraba cómo el cuchillo trazaba las últimas letras: meminisse juvabit . . . Será un placer recordar.
—Hice muchos amigos en mi compañía — agregó mi interlocutor—.Todavía nos mantenemos en contacto. Cada año, hacia Navidad, nos reunimos para hablar de aquellos tiempos —lanzó una risita contenida—. Cosa curiosa. Si alguien me hubiese dicho entonces que algún día nos encantaría hablar de la guerra, le habría tenido por loco. Mientras la sufrimos fue un verdadero infierno, y sin embargo ahora . . .
Con unos soplidos sacudió las virutas y luego dio unos pasos atrás, para contemplar su trabajo.
—Destaca demasiado la leyenda blanca sobre la madera vieja —dijo—, pero se verá mejor cuando se obscurezca un poco.
Volvió el cuchillo a su saco, y añadió:
—Tardará algún tiempo.
Selecciones del Reader's Digest, tomo LV, núm. 328.
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