Mapa del mundo de 1897 con el Imperio Británico marcado en color rosado. |
sábado, 7 de mayo de 2016
Gran Bretaña Madre Patria de la mitad del globo
Madre
Patria de la midad
del globo
Por James Morris
El pueblo británico ha visto desmoronarse el Imperio ante sus propios ojos; no obstante, muchos de ellos están ciertos de que, bajo la actual, humillante superficie de frivolidad y frustración, la fuerza, el idealismo y la habilidad de Inglaterra solo esperan la ocasión de manifestarse de nuevo.
Menos de un cuarto de siglo después de que el pueblo británico salió triunfante de la segunda guerra mundial, cuando nuestro extenso Imperio estaba aún intacto y nuestro prestigio parecía inexpugnable, de pronto nos dimos cuenta de que nuestra grandeza había desaparecido. El anuncio del primer ministro Harold Wilson de que Inglaterra renunciaría en breve a las últimas de sus responsabilidades en la región situada al este de Suez, anuncio que siguió al de la devaluación de la libra esterlina, expuesto poco antes, llevó al ánimo de la población inglesa el hecho de que ya no éramos una de las supremas potencias del mundo. La decadencia del Imperio Británico parecía ser completa.
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James Morris ha viajado por todo el mundo como corresponsal del Times de Londres y del Manchester Guardian, y ha escrito muchos libros acerca de lejanos lugares. Asimismo, escribió una Historia del Imperio Británico en tres volúmenes.
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Por supuesto una minoría se había adaptado de tiempo atrás a esta pérdida de poderío, pero hasta ahora el público en general se había resistido a afrontar la realidad. Sermoneados durante veinte años por una petulante seudointelectualidad, para la cual nada de lo británico era bueno; acosados año tras año por las derrotas diplomáticas, las crisis económicas y la congelación de los salarios; viendo cómo se iban perdiendo las posesiones imperiales, los isleños, a pesar de todo, habían persistido irreflexivamente en su genial, civilizada forma de vida. Ahora, por primera vez en varios siglos, los ingleses experimentaban una profunda sensación de humillación colectiva. El general de Gaulle, con sus fatuas actitudes de repulsa, ha despertado en nosotros un sentimiento de impotencia y rechazo. La devaluación de la libra nos ha hecho pensar que durante una generación toda nuestra política ha estado mal enfocada y que nuestros sacrificios han sido inútiles. La antigua confianza en nosotros mismos ha desaparecido. «Ya no siento que seamos bien recibidos —me decía una señora—. Parece como si estuviésemos siempre al final de la cola, ¿verdad? Por eso no sé si iré al extranjero esta primavera».
Por primera vez en mi vida, la nación parece alcanzar un momento de conciencia histórica. Más aun, si el abandono de un pasado imperial es un acontecimiento portentoso para los mismos isleños, no es menos trascendental para todo el mundo. Porque la Inglaterra imperial no fue solo un superestado más: Inglaterra, en sus días de gloria, revivió culturas estancadas, incitó a pueblos indolentes a la actividad, diseminó ideas técnicas modernas en escala de deja cortos a los bancos mundiales y a las agencias de fomento económico de la actualidad.
Lo que fue aun más grandioso: de aquel viejo Imperio surgió todo un conjunto de nuevas naciones, desde los Estados Unidos hasta Nueva Zelanda, desde Malasia hasta Zambia. La Gran Bretaña fue la Madre Patria de la mitad de la Tierra, y esto ha hecho de su condición en la historia algo único, por eso la humillación del Reino Unido significa tanto para el resto del mundo: nadie puede concebir que a la imagen materna se la degrade.
Yo puedo testificar por propia experiencia cuán hondo ha sido el innato respeto del mundo entero hacia la Gran Bretaña. En una existencia de constante viajar, nunca dejé de ver que las puertas se me abrían más fácilmente, que las sonrisas eran más prontas, que se me proporcionaban informaciones con mayor confianza, luego que declaraba mi nacionalidad inglesa. Ha sido esta inmensa acumulación de respeto (y de propia estimación) la que ahora se ha resquebrajado inopinadamente.
Sin embargo, en cierto sentido, el carácter de inopinado de tal suceso es algo ilusorio. Es verdad que la desintegración del Imperio ha ocurrido en menos de veinticinco años; pero la tendencia a replegarse ha sido perceptible en Inglaterra desde hace más de un siglo. Ingleses hay de cuarenta y cinco o cincuenta y cinco años de edad que se lamentan frecuentemente del hecho de haber pasado toda su vida adulta en una atmósfera de retraimiento nacional; pero la verdad es que también sus abuelos, aunque crecieron en lo más ostentoso del apogeo del Imperio, ya se hallaban conscientes de la decadencia de la virilidad nacional.
Porque la naturaleza mismo de su gloria encerraba las semillas que originaron la declinación del Imperio. Algunos imperios se levantan apoyándose en la fuerza bruta, otros con base en los recursos naturales; algunos dependen de una ideología, otros de la voluntad de un tirano. El Imperio Británico no se contó entre ninguna de estas clases. En su ápice comprendió una cuarta parte de la población mundial y cerca de un cuarto de la superficie terrestre. Sin embargo, estaba gobernado por una pequeña nación insular de muy pocos recursos naturales, guiada por una política que variaba bruscamente en las sesiones del Parlamento y sin firme base ideológica.
El sentimiento imperial en Inglaterra alcanzó su ápice hasta las prostrimerías del siglo XIX. Hasta entonces la nación había observado la adquisición de colonias y el incremento de poderío mundial con una falta de interés que algunas veces estallaba en auténtica desaprobación. El epíteto de Gladstone para calificar las presas obtenidas de la expansión era: «Falsos fantasmas de gloria». La enorme riqueza del reino nada tuvo que ver con el Imperio. Fue la revolución industrial la que enriqueció a Inglaterra. Su política de libre comercio, practicada con fervor casi fanático, le dio una posición preeminente en los negocios. El Imperio fue incidental dentro de la verdadera vocación inglesa, que era ganar dinero.
Únicamente cuando los ingleses vieron amenazada su preponderancia mercantil, hicieron del imperialismo una religión nacional. El Imperio Británico hizo valer sus méritos cuando los estadounidenses y los alemanes desafiaron la supremacía técnica de Inglaterra y sus mercados se empezaron a reducir.
Fue entonces cuando por primera vez los ingleses se consideraron conscientemente a sí mismos como una super-potencia. El Jubileo de Diamante de la Reina Victoria, en 1897, fue organizado metódicamente como festival de poderío imperial, a fin de recordar a los extranjeros que detrás de esa pequeña isla se extendía todo un mundo de recursos y de energía humana. «Pensad imperialmente», rezaba la frase del día, y los ingleses hacían ondear sus banderas, batían sus tambores y sonaban sus trompetas con mayor fuerza, durante más tiempo y con mayor fervor que nunca.
Por supuesto ello no era mera jactancia y sacos de dinero. Al considerarlo retrospectivamente, muy pocos negarán hoy los méritos de ese Imperio, por incapaces que sean de perdonar sus errores. Para millones de personas de todas las nacionalidades, el recuerdo del pabellón de la Gran Bretaña, ondeando sobre la tundra, el desierto o las islas fortificadas, es el doloroso vestigio de un mundo mejor y hoy perdido. El Imperio Británico era un instrumento universal de orden, un legislador, un campeón de la paz, un elemento estabilizador.
Sin embargo, cuando el Imperio Británico cobraba todo su impulso, ya la nación británica en sí había madurado y era una democracia cabal. Después de siglos de hegemonía de la aristocracia, las reformas políticas y la educación popular convertían al pueblo en señores de su propio país. Era manifiestamente imposible que una nación animada de tales principios pudiese gobernar durante mucho tiempo un imperio que se mantenía unido principalmente por la fuerza. Como señaló Lord Cromer, gobernador británico de Egipto, el imperialista inglés perseguía ideales contradictorios: «El ideal del buen gobierno, que expresa la continuidad de su propia supremacía; y el ideal de la autonomía, que expresa la total o parcial abdicación de su preponderancia».
Fue en Irlanda, poco después del Jubileo de la Reina Victoria, cuando el conflicto moral del ideal imperial se presentó por primera vez a los ingleses. Al advenimiento de la democracia en Inglaterra, una influyente minoría del pueblo inglés empezó a comprender la justicia del caso irlandés.
La cuestión irlandesa socavó la seguridad moral del Imperio Británico. La guerra de los bóers hizo vacilar su confianza material. La primera guerra mundial destruyó sus ilusiones de inmunidad. Después de esa guerra, la revolución social del tercer decenio del siglo agrietó la autoridad de las clases altas, de las que había dependido principalmente el Imperio. Los pueblos sojuzgados empezaban a pedir su emancipación.
Yo nací cuando el pabellón inglés ondeaba aún sobre una cuarta parte del mundo. Aún recuerdo cuando Europa estaba a los pies de Inglaterra, cuando nuestra flota era conocida desde el océano Pacífico Sur hasta el círculo polar ártico, cuando nuestros ejércitos avanzaban a través de los continentes con un ardor y gallardía que hacían que los más poderosos de nuestros aliados se mirasen descoloridos. Yo he visto esa altiva confianza nacional disminuir en el curso de los años, cercenada por las circunstancias: acorazados eliminados, bases abandonadas, colonias emancipadas, abdicadas las soberanías, regimientos licenciados, los yacimientos petrolíferos nacionalizados, la libra esterlina reducida de noblesse oblige a la mendicidad. Ha sido todo ello una larga, ininterrumpida retirada.
Sin embargo, observo, no sin asombro, que no estoy excesivamente amargado por tales cosas. Amo a mi anciana patria como siempre lo he hecho, así en los buenos tiempos como en los malos, me enorgullezco de sus virtudes tanto como me avergüenzo de sus errores. Aún siento un sobresalto en el corazón, cuando, mirando por la ventanilla de un avión, contemplo las campiñas húmedas y los lúgubres suburbios que aparecen intermitentemente entre la llovizna. Siento que cuanto Inglaterra ha sido me pertenece, que todo lo que habrá ella de ser pertenece a mis hijos.
Porque aún somos un pueblo formidable. Inglaterra sigue siendo la potencia militar más fuerte de la Europa occidental. Nuestras inversiones en el extranjero son enormes, aun mayores que antes de la guerra. Nuestra marina mercante es todavía la segunda del mundo. Inglaterra es la tercera entre todas las naciones comerciales y una de las principales proveedoras de ayuda técnica a las naciones aún en desarrollo. Nuestros científicos y técnicos no tienen igual en Europa. Florecen nuestros escritores, artistas, actores y músicos con vigor verdaderamente isabelino.
Se dice que somos indolentes y perezosos. Parecemos un poco decadentes, con nuestras camisas de color de rosa y nuestros absurdos peinados. Sin embargo, cualquiera que nos entienda bien se da cuenta de que, bajo este menosprecio que hacemos de nosotros mismos, bajo esta frivolidad y frustración de la Inglaterra contemporánea, inmensos recursos de fuerza, idealismo y habilidad aguardan solo la ocasión de manifestarse de nuevo.
Necesitamos, como pueblo, esa posición de responsabilidad en el mundo para la que hemos sido preparados. Algunos piensan que la encontraremos en Europa. Otros creen que la Mancomunidad nos la podrá dar aún. Por mi parte, pienso que como isleño intermediario, capaz de asociarse con todos y de vivir ecléctica, arriesgada, tal vez precariamente, llegaremos a descubrir otra vez nuestro propio espíritu.
«Selecciones» del Reader's Digest, tomo LVII, núm. 339.
Condensado por el R. D. del suplemento dominical del Times, de Nueva York.
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