¿Vale
la pena el socialismo?
Por Lawrence Fertig
Suele decirse que el sistema de libertad de empresa, o economía liberal, solamente da buenos resultados en aquellos países que son suficientemente ricos para permitirse tal lujo.
Pero esto es precisamente lo contrario de la verdad. Los sistemas que no pueden sostenerse por ruinosos son el socialismo y la economía dirigida. Fue, por el contrario, el capitalismo lo que convirtió a un país joven y pobre (los Estados Unidos) en la nación más rica de la Tierra; y la competencia libre es la única fuerza capaz de despertar las energías latentes de cualquier nación, por pobre que sea, para aplicarlas plenamente al desenvolvimiento de sus recursos.
La trágica situación en que se encuentran hoy día prácticamente todas las naciones socialistas y comunistas del mundo, refuta del modo más claro y definitivo la aserción de que la economía dirigida sea eficaz. En todas ellas el desconcierto y la escasez de producción acompañadas por la creciente lasitud de obreros y directores. Los mercados negros florecen allí con desenfrenada exuberancia.
Los acosados gobiernos de esos países se esfuerzan en remediar una escasez tras otra, para encontrarse con escaseces nuevas y cada vez más graves. Han destruído el indicador automático que marca las cosas que es preciso producir y las cantidades en que son necesarias; ese indicador es un mercado enteramente libre, con precios flexibles, fijados por la oferta y la demanda. Cuando los gobernantes fijan precios arbitrarios, crean nuevas escaseces, como se ha demostrado recientemente en varios países.
Otro factor de lamentable espectáculo ofrecido por los países de economía dirigida es que toda decisión tomada por quienes la planean da lugar, si es errónea, a una calamidad nacional. En el sistema de economía liberal, una equivocación de los productores les ocasiona a ellos solos pérdidas o los arrastra a la quiebra. El el sistema de producción dirigida, cuando hay un juicio errado, se les impone a todos los productores y los efectos son desastrosos para la economía nacional.
Cuando Shinwell, el ministro británico de Combustible y Fuerza motriz, olvidó almacenar reservas de carbón una vez, toda la población de Inglaterra sufrió los rigores. Cuando la Junta británica reguladora de precios fijó en cuarenta céntimos el precio máximo de la libra de algodón para sus pedidos, todo súbdito británico resultó perjudicado en cantidad mayor o menor. Si los que planean la economía fuesen infalibles, el socialismo podría funcionar con éxito; pero como solamente son criaturas humanas sujetas a error, sufren a menudo equivocaciones graves que ocasionan verdaderas series de desastres.
No fue un país regido por el socialismo o el comunismo el que se convirtió en «arsenal de la democracia» y derrocó a Hitler: fueron los Estados Unidos, bajo el régimen del capital privado. Y son los Estados Unidos, bajo ese mismo régimen, quienes gastaron miles de millones de dólares para apuntalar a los vacilantes países socialistas de Europa, que recibieron los auxilios mienstras ponían en duda la bondad y solidez del sistema estadounidense. ¡La ironía no puede ser mayor!
Ningún país —ni siquiera los Estados Unidos— es bastante rico para sobrevivir a la ineficacia y el despilfarro del socialismo, mero sueño intelectual que ha de pagarse con el sudor de todo el que trabaja. Por otra parte, el capitalismo ha aumentado la ganancia efectiva de todos los trabajadores de los Estados Unidos en más del cuádruplo en menos de noventa años; no obstante haber reducido las horas de trabajo desde casi setenta a cuarenta por semana.
Además ha mantenido la libertad individual.
Estos son los hechos que todas las teorías del mundo juntas no pueden desmentir.
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