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domingo, 23 de marzo de 2014

La ciencia de no comer Noel Clarasó


La ciencia de no comer

por Noel Clarasó

Aprende  a no comer y gozarás comiendo.

    Desde que se inventó la imprenta (¡bendita sea!) hasta nuestros días, se han publicado muchos libros con la pretensión de enseñarnos a comer más y más complicadamente, y apenas se ha publicado ninguno que nos enseñe a comer menos y de la manera más sencilla.

    Y, sin embargo, no hay hombre mejor dispuesto para el goce de la vida que el hombre que come poco y sólo manjares limpios y sencillos. Entiendo por manjares limpios los que no están recubiertos de salsas de colores. Y por manjares sencillos los que no están deformados por excesivos aderezos o condimentos.

    En el comer se cometen dos errores muy graves. La gente del montón cree que el mayor placer consiste en comer mucho. Los refinados creen que el mayor placer consiste en comer bien. Y ambos están tristemente equivocados.

    ¿Por qué? Pues porque en único auténtico goce consiste en no comer, casi en tener hambre; y en comer, cuando se come, las cosas de gusto más simple. Pero muy pocos alcanzan este goce, porque todos estamos fastidiados por la maldita costumbre de comer demasiado, y la maldita tontería de creer que cierto tipo de categoría personal se demuestra saboreando manjares raros y enrevesados.

    Comer tiene dos únicos fines naturales: satisfacer el hambre y halagar el gusto. Todo lo demás es gesto puro, comedia, fantasía y presunción. Y el hambre y el gusto se satisfacen plenamente con muy poca cosa. Desde luego, cuando el hambre y el gusto están bien educados.

    Sed sinceros y reconoced que más de la mitad de lo que coméis no es para satisfacer el hambre, sino un tributo a la incontinencia. No os dejéis engañar; ningún artífice cocineril puede inventar ningún manjar más halagador para el gusto que las alcachofas, las habas, los guisantes, los espárragos, el pan tostado con aceite, tomate y sal, y las patatas hervidas. ¡Y las sopas de ajo!

    ¿Es bueno engordar? Yo creo que no. Si lo fuera no se habrían escrito tantos libros ni se habrían inventado tantos regímenes a favor del adelgazamiento. Toda excesiva gordura quita al hombre posibilidades físicas y cerebrales. No lo dudéis.

    Que se come por puro vicio se nota a la hora del dulce, después de una comida más que suficiente. Entonces los gordos introducen en su cuerpo una cierta cantidad de alimento innecesario, que les pesa en el estómago, sólo por el mero placer del paladar. En realidad, de la lengua, que es el órgano del gusto; el paladar es insensible en este sentido.

    Es un error creer que el comer mucho da alegría, bienestar o felicidad. Los da, indudablemente, a los que no conocen aún el supremo goce de mantener el hambre en buen estado. Porque, y no es paradoja, el placer mayor lo da el hambre; no la comida. Todo exceso en la comida es un atentado contra la salud, y ¿cómo puede un acto de esta naturaleza dar satisfacción, si la salud es la principal fuente de todo verdadero goce? Y lo mismo sucede con el no comer. Todo es empezar. Probadlo. No os doy otro consejo. Ya me diréis después el resultado.

    ¿Cómo se hace para empezar? Es muy sencillo: comiendo menos. No comáis nunca tanto como os apetezca. No es consejo mío, sino de los médicos. Manteneos siempre ligeramente hambrientos. Sólo así y esto es también muy importante estaréis siempre en disposición de comer más, hasta con cierto exceso, de cualquier cosa que de veras os guste. Pensad que el hombre puede comer siempre de todo con tal que se limite a comer sólo la mitad de lo que le aconseje el apetito.

    El exceso de comida, que ya no alimenta, quita la energía a muchos trabajadores sedentarios. Y lo peor de todo es el exceso de azúcares, de grasas y de condimentos.

    Parece mentira que sólo se hable del placer de comer y que no se hable jamás del placer del hambre. Y es que la comida es un negocio para muchos. Y el hambre no es negocio para nadie. Se han montado muchos negocios alrededor de la comida, con su propaganda, con sus espejuelos y con sus engaños. El dueño de un restaurante sólo piensa piensa en crear en vosotros la necesidad de comer mucho, como el dueño de una tienda de objetos de arte sólo piensa en crear en vosotros la necesidad de llenar vuestra casa de objetos inútiles. El uno la casa, el otro la barriga; a los dos les interesa que llenéis algo vuestro con lo que ellos venden. Porque así, y solo gracias a esto, ellos ganan dinero.

    El que de veras ha tenido hambre auténtica alguna vez, sabe que en las alucinaciones producidas por el hambre, no pensaba en capones de Bresse al viejo Beaumé, sino en pan y patatas fritas y en sopas jugosas y sabrosas. Y es que la verdadera hambre no necesita ni quiere manjares complicados que solo le halaguen el gusto, sino comida, comida sencilla y buena que proporcione al cuerpo el combustible necesario.

    ¿No habíais descubierto aún que el hambre es una cosa buena? Pues es un gran placer para mí daros esta noticia. Pero no olvidéis que ningún conocimiento nos satisface, mientras no le encontremos una aplicación práctica.
    Dichoso aquél a quien sólo mueve cada día el afán de recuperar el hambre que perdió comiendo. Hacer hambre y comer luego. Es todo un programa. Hacer hambre para perderla comiendo y quedar siempre en condiciones de recuperar el hambre perdida.

    He aquí una fórmula magnífica para el goce diario: tener hambre y comer, tener sed y beber, tener un gran corazón y amar la vida. Pero para cumplir este programa es ante todo necesario tener hambre y tener sed. Muchos sólo se preocupan de buscar el pan de cada día. Esto está bien; pero quizá es mejor y más profundo preocuparse de buscar el hambre de cada día.

    Tener hambre y no tener comida es grave; pero, cuando menos, se tiene una cosa nuestra dentro: el hambre. Tener comida y no tener hambre parece menos grave, pero lo es más porque sólo se tiene una cosa fuera, que no forma parte íntima de nosotros: la comida.
    No existe mayor embriaguez que la del hambre lenta y madurada. Esto sí que disipa las nubes y atiza los deseos. Solo es buena la embriaguez  que produce exaltación; no la que produce disminución de vida. Y esta diminución es la única consecuencia de toda embriaguez por exceso, de bebida o de alimento.

    Cuando estamos invitados a comer, la dueña de la casa, el dulce verdugo de tales condenas, nos dice:

    —Has de comer más, que luego tendrás hambre.

    ¿No se os ha ocurrido aún que la mejor contestación es ésta?:

    —Es lo único que deseo tener luego, señora: hambre.

    ¿Para qué? Pues, para comer otra vez a gusto en la próxima ocasión; porque el verdadero goce de la vida sólo lo conocen los que saben conservar el hambre limpia y pura. Desgraciados los que a fuerza de comer demasiado han aniquilado en ellos el sentido del hambre.

    La respuesta más grande que se haya dado jamás para rehusar un buen plato es ésta:

    —Gracias: tengo hambre. Y a mí, por las buenas, nadie me quita lo que es mío. Quiero conservar mi hambre, pues gracias a ella hallo un goce indecible en cualquier comida buena.

    La diferencia entre el niño y el hombre es ésta: que para el niño tener hambre es sólo un dolor, y para el hombre puede ser un placer. Muy poco habrá avanzado el hombre que no haya descubierto en la vida manantiales de goce desconocidos en los niños. Aprovechar la vida es sólo eso: gozar.

    Y para estar en disposición de gozar plenamente se han de evitar todos los placeres de satisfacción inmediata que nos dejan luego entorpecidos y en malas condiciones. Y uno de estos placeres más frecuentes y que a diario tenemos ocasión de evitar es éste: el de los excesos en las comidas.

No olvides esta frase: el arte de no comer.
    
Vive más, vive mejor, por Noel Clarasó.


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