Aclaraciones

Apreciado lector:

¡Gracias por visitar la bitácora!

Todos los artículos de esta bitácora son de interés permanente; es decir, no pierden valor ni envejecen con el paso del tiempo.

Podrá usted leer todos y cada uno de los artículos publicados en esta bitácora viendo el ÍNDICE DE ARTÍCULOS Y TEMAS, ubicado en la columna derecha. Allí aparecen los títulos de todos los artículos publicados aquí, y pinchando en cada uno de ellos se podrá leer el artículo correspondiente.

Los artículos de esta bitácora NO son copias de otros artículos de otras páginas de internet, excepto si se dice lo contrario. Casi todos ellos no son de la web, sino de publicaciones impresas.

Todos o casi todos los artículos aquí publicados han aparecido por primera vez en internet en este sitio. Aunque se han publicado antes en libros y revistas, todos o casi todos ellos son una novedad en internet.

Los artículos publicados aquí son transcripciones de libros y revistas cuya calidad y seriedad son incuestionables.

miércoles, 13 de mayo de 2020

Enrico Caruso biografía


El cantante que cautivó como ningún otro la admiración y el afecto del público.


Caruso, el tenor

de la voz de oro

Por George Kent
Basado en el libro «Enrico Caruso» por Dorothy Caruso.

Ana Caruso vio morir a dieciocho de sus hijos en la infancia o la adolescencia. El que vino después escapó a esa especie de maldición para ser el cantante más grande de todos los tiempos. En 1903 hizo su estreno estadounidense en el escenario de la Ópera Metropolina de Nueva York. En 1920 cantó allí mismo su última aria. A los ocho meses de esto había fallecido. Millones de hombres y mujeres lloraron su muerte en todo el mundo civilizado, y se cuentan por millares los que les guardaron luto. No sólo había sido un eximio cantante, sino un hombre que supo hacerse querer por su gran corazón.

Enrico Caruso. Nápoles (Italia). (1873 - 1921).
    En los tiempos de Enrico Caruso no existía la radio ni la televisión y era desconocido el cinematógrafo sonoro. Para oirle cantar había que comprar un billete e ir al teatro, o que conformarse con el gramófono de bocina. Su público era, por lo tanto, muy reducido, si se le compara con los millones de radioescuchas de nuestros días. Sin embargo, la historia no ha conocido aclamaciones tan entusiastas como las recibidas por Enrico Caruso, ni idolatría semejante a la que le tributaron sus contemporáneos.

    Aun cuando en su repertorio figuraban principalmente las grandes óperas francesas e italianas, que entonces como hoy, se consideraban un tanto intrincadas para la generalidad de los oyentes, Caruso tenía tal fuerza expresiva y transmitía tan efectivamente las emociones, que arrebataba al público hasta arrancarle lágrimas. Él mismo sentía lo interpretado con tal intensidad que a veces se encerraba en su camerino al terminar la representación, y sollozaba hasta calmarse.

    Su escenario habitual era el de la Ópera Metropolitana de Nueva York, pero su fama se extendía a todas las capitales del mundo, desde Buenos Aires hasta Moscú. A dondequiera que iba, las multitudes se arremolinaban en torno suyo. Cuando entraba en los restaurantes, el público se ponía en pie y estallaba en vítores y aplausos. Para evitar tales manifestaciones de entusiasmo, comía en casa o en una cantina italiana del oeste de Nueva York, donde algunas tardes pasaba sus horas libres jugando a las cartas con el propietario. Todos los días recibía por correo innumerables regalos de bombones, manjares, joyas, y su propio retrato bordado en seda o lana.

    Millares de artículos comerciales, desde tabacos hasta jabones, fueron bautizados con su nombre. Todavía lo lleva una cadena de restaurantes neoyorquinos, una marca de macarrones y otra de conservas. Uno de sus entusiastas admiradores tuvo la ocurrencia de llamar Caruso a un caballo de carreras; el gran tenor apostaba fielmente 10 dólares a su homónimo equino cada vez que corría; pero nunca ganó una sola carrera.

    En aquella época, tan anterior al advenimiento de la radio, Caruso alcanzó remuneraciones económicas que no han sido igualadas hasta hoy. Sus ingresos monetarios provenían solamente de sus actuaciones en escena o de la grabación de discos gramofónicos. Nunca pidió a la Ópera Metropolitana más de 2.500 dólares por representación, pero en Cuba y Méjico le pagaron a razón de 10.000 y 15.000 dólares respectivamente, cifras no superadas hasta hoy, considerando su equivalente en dinero actual. Rehusó una temporada artística de dos meses por Iberoamérica que le habría producido 250.000 dólares, y en el curso de su vida ganó casi 10.000.000 (diez millones) de dólares.

    Veinticinco años después de ocurrida su muerte, los derechos de sus discos gramofónicos aún seguían produciendo abundantes ingresos. La compañía de discos Victor editó 18.000 álbumes de discos de Caruso en la Navidad de 1943. Al día siguiente de puestos a la venta, estaban agotados.

    Buena parte de tan extraordinaria popularidad la debió Caruso a la grandeza de su corazón. La sencillez campesina que poseía le impulsaba a actos de generosa cordialidad que le granjeaban la adoración de la gente.

Como Canio, el payaso trágico de la ópera Los payasos (I Pagliacci), de Leoncavallo.

    Una noche, en Bruselas, oyó desde su camerino un ruido extraño que subía de la calle. Abrió la ventana y vio reunidas en la inmediaciones del teatro a millares de personas que mostraban su descontento por no haber podido entrar al teatro. Las localidades se habían agotado totalmente. Era una función de gala a la que asistía la familia real. Caruso meditó un instante, y luego, sin que nadie pudiera impedírselo, cantó para el público aglomerado en la calle las principales arias de la ópera que iba a representarse.

        En otra ocasión, se encontraba firmando cheques para las doscientas y pico de personas a cuyo sostenimiento contribuía, cuando su esposa murmuró:
    —Estoy segura de que mucha de esa gente no merece ayuda.
    —Tienes razón, Doro —replicó el artista—; pero no es posible saber quiénes la merecen y quiénes no.

    Otra mañana, paséandose por las calles de Cleveland (Estados Unidos) con su secretario, Bruno Zirato, se detuvo de pronto:
    —No es justo —exclamó—. Ganamos dinero en esta ciudad y nos vamos a marchar sin dejarle un centavo. Tenemos que hacer algo.

    En aquel instante se encontraban ante el escaparate de una tienda que vendía porcelana fina. Caruso entró en el establecimiento y compró todas las existencias, encargando que se las enviasen a Nueva York para repartirlas entre sus amigos pobres. Desde entonces ideó siempre alguna combinación para dejar en todas las ciudades parte de las sumas que percibía por cantar.

    Cuando estaba en el cenit de su carrera, Caruso era un hombre rollizo, de mediana estatura, cuyo cabello empezaba a clarear en la coronilla. Era exageradamente limpio. Se bañaba dos veces por día, mientras estudiaba partituras colocadas en un atril construído especialmente para fijarlo en los cantos de la bañera. Dejaba la puerta abierta para oír el acompañamiento del piano colocado en el cuarto contiguo. Todas las mañanas, mientras el barbero, el masajista, el pedicuro y la manicura se encargaban de él, Caruso ensayaba su papel de esa noche, siempre acompañado por el piano.

    Era en extremo intolerante con la gente que no se preocupaba del cuidado personal tanto como él. En cierta ocasión, doliéndose de su suerte por tener que hacer el amor en escena a una famosa diva, comentaba: «¡Cantar con una persona que no se baña es terrorífico; pero emocionarse enamorando a una mujer que huele a ajo, es sencillamente imposible!»


    Enrico Caruso nació en la ciudad de Nápoles. Los años que asistió a la escuela fueron muy pocos. Su padre, que era un mecánico pobre, quería que siguiese el mismo oficio, y a fuerza de golpes consiguió que trabajara un poco. Pero Caruso no tenía más aspiración que la de ser cantante. Su madre era la única que constantemente le daba ánimos para que no desmayara en tal empeño.

    La primera vez que cantó ante un maestro de música, Caruso no tuvo éxito. El profesor, Guglielmo Vergine, conocido principalmente por aquel episodio, le dijo al terminar el ensayo: «Tienes una voz que suena como el viento en las persianas». Pero Caruso consiguió que le permitiera seguir estudiando bajo su dirección, y asistía a las clases con la más estricta puntualidad. Fue aquella una época de terrible pobreza, algunos de cuyos episodios contaba a su esposa:
   
    «Como mi único trajecillo negro se había puesto verde, compré una botella de tinte y lo teñí yo mismo para seguir asistiendo a las clases con decoro. Mis camisas, que no pasaban de dos, estaban muy poco presentables, pero yo les hacía pecheras de papel para que siempre se viesen flamantes. Necesitaba andar largo trecho para ir a la escuela, y ni los zapatos me alcanzaban ya, ni tenía dinero para reemplazarlos. Por fin, cantando en bodas y funerales logré reunir lo necesario para comprarme un par. El día que los estrené empezó a llover cuando aun me faltaba medio camino para llegar a casa del profesor. Ignorando que las suelas eran de cartón, los puse a secar junto a la estufa. El calor los retorció de tal modo que hube de regresar a mi casa descalzo».

    Al terminar el curso se celebraron los exámenes correspondientes y Caruso pidió permiso para presentarse a ellos. El señor Vergine reconoció que su discípulo había hecho ligeros progresos, pero no manifestó entusiasmo especial. Obtuvo, sin embargo, una o dos contratillas para Caruso y, por fin, un puesto de sustituto de tenor en una pequeña compañía ambulante de ópera.

Como Radamés, de la ópera Aïda, de Verdi. Foto de 1910, tomada en Nueva York.

    Cierto día llegó ésta a un lugar donde Caruso tenía amistades. Como lo más probable era que no se necesitaran sus servicios en el teatro, se fue a pasar un rato con sus amigos, en cuya compañía cantó viejas canciones napolitanas y vació unas cuantas botellas de vino. 
Enrico estaba ya bastante achispado cuando llegó en su busca un recadero para avisarle que su presencia era requerida urgentemente. El tenor estaba indispuesto y no podía cantar el primer acto. Caruso corrió al teatro. Cantó bien, pero con horror del empresario y deleite del público, mientras estuvo en escena causó el más cómico de los desórdenes, tropezando con los otros actores, dando traspiés y haciendo toda clase de cabriolas. El público se rió a carcajadas, gritándole: Ubriaco! Ubriaco! (¡Borracho! ¡Borracho!).

También como Radamés, de la ópera Aïda, de Verdi. Foto de 1910.
    El director se apresuró a despedirlo apenas terminado el acto, y el novel tenor de diecinueve años se fue desconsolado a su cuartito de la fonda. Había fracasado rotundamente en la primera oportunidad de su vida.  Pero, al poco al poco rato, el recadero volvió en su busca, esta vez con más urgencia que antes. El público había hecho abandonar la escena al otro tenor y estaba reclamando a grandes voces la presencia del ubriaco. Caruso retornó a escena y obtuvo un gran éxito.

    Desde aquel día sus progresos fueron continuos.  Durante los diez años siguientes llegó a ser uno de los tenores más famosos de la ópera italiana y cantó en muchos países de Europa. Más adelante fue invitado a cantar en el teatro de la Ópera Metropolitana de Nueva York, donde se estrenó con Rigoletto.

     Según Caruso explicó en cierta ocasión, los requisitos de todo gran cantante son: pecho amplio, boca grande, 90 por ciento de memoria, 10 por ciento de inteligencia, mucho trabajo, y algo en el corazón. Él reunía todas esas condiciones del orden intelectual, moral y emotivo.  En cuanto a lo físico, estaba igualmente bien dotado. Tenía un pecho enorme y podía dilatarlo unos 25 centímetros.

    Antes de presentarse en escena se sometía a una especie de tratamiento de su propia invención. Primero hacía gárgaras con agua salada caliente, y luego sorbía rapé sueco para descargar la nariz. Después se tomaba una copa de whisky y un vaso de agua gaseosa, y se comía un cuarterón de manzana. Deslizaba en los bolsillos de su traje escénico dos frascos de agua salada tibia para aclarar la garganta, si le era necesario hacerlo durante la representación. Cuando tal cosa ocurría, daba la espalda al público, tragaba rápidamente sin que lo notaran el contenido de un frasco, y continuaba cantando. 

    Caruso fue siempre muy sensible a la crítica. Cuando los aristarcos de Boston censuraron una de sus representaciones, juró nunca más cantar en aquella ciudad y cumplió su juramento. Pero, por regla general, gozaba de excelente humor. Le gustaba bromear, “hacer jugarretas”, como él decía. Aún se recuerdan muchas de ellas. En una representación de Tosca, por ejemplo, el barítono Antonio Scotti se inclinó para recoger un pincel que se había caído detrás del caballete, pero no pudo levantarlo. Caruso lo había clavado al suelo.

    En el libro de anécdotas curiosas de David Ewen, titulado Linten to the Mocking Words, se cuenta una de Caruso y Geraldine Farrar cuando estaban grabando un disco gramofónico de Madame Butlerfly. Como el ensayo ante la máquina grabadora había sido largo y penoso, Caruso, en un momento de descanso, salió a la calle y fue a un bar cercano en busca de algo que le hiciera recuperar las fuerzas. Cuando volvió y se puso a cantar de nuevo con la Farrar, la prima donna, por travesura, intercaló estas palabras en el aria: «¡Oh, te has tomado un whisky con agua de Seltz!» Caruso repuso imperturbable, también acomodando las palabras a la música: «¡Te equivocas; me he tomado dos!» El disco figura hoy entre entre los tesoros de cierto coleccionista.

    El pasaje más tierno de la extraordinaria vida de Caruso es probablemente la historia de su matrimonio. El tenor tenía cuarenta y cinco años y estaba en el cenit de su carrera cuando conoció a Dorothy Park Benjamin, una muchacha neoyorquina de veinte años, tímida y desconocedora del mundo, que acababa de salir de un colegio de monjas. La enamoró y supo hacerse corresponder, a pesar de la oposición terminante de la familia de la joven, muy atenida a convencionalismos y tradiciones. Los tres breves años de vida conyugal fueron un idilio. Es algo que brilla rutilante en la biografía de Caruso, escrita por su viuda, pero aun resplandece más en las cartas del cantante a su mujer. He aquí un pasaje escogido al azar:
    «Mi corazón salta de un modo que parece querer volar adonde estás. Nunca más me separaré de ti de nuevo; nunca más. Querría que estuvieses dentro de mi ser para que vieras cuánto te amo. ¿Qué puedo hacer para que estés bien segura de ello? Creo haber hecho cuanto he podido para demostrarte mi amor, y todavía intento hacer otras cosas para convencerte. Ten la certeza de que tu Enrico te adora... »

    El matrimonio vivía apaciblemente en su apartamento de un hotel neoyorquino. Caruso gustaba poco de salir porque la multitud le molestaba. Ambos pasaban la velada en el hogar; él, calada las gafas de áureo cerco, pegaba sello o recortes de prensa; ella leía. A veces, Caruso sentía hambre a medianoche y enviaba a buscar una hogaza y algunos bistés pequeños. Cortaba el pan a lo largo, ponía los bistés en medio, y saboreaba con deleite aquel improvisado emparedado colosal.

  Cuando recibía invitaciones a comer, enviaba invariablemente a la dueña de la casa un recado para que lo sentaran junto a su esposa. «Dígale advertía al recadero que me he casado con mi mujer para que esté a mi lado. Si no he de estarlo, prefiero quedarme en casa».

    En diciembre de 1920 estaba cantando un aria  del primer acto de la ópera «El elixir de amor» (L'Elisir d'Amore), cuando se le rompió un vaso sanguíneo de la garganta. A pesar del accidente, se empeñó en terminar el acto. Un reportero de Times de Nueva York describió así la escena: 
    «Primero hizo uso de su pañuelo para llevárselo a la boca, pero momentos después estaba enrojecido y lo tiró. Los miembros del coro se las fueron arreglando entonces para acercársele, entregarle disimuladamente un pañuelo y volver a su sitio. No bien había recibido uno cuando ya necesitaba otro; tan abundante así era la hemorragia. De cuando en cuando asomaban a sus labios pequeños grumos de sangre».

Busto de Caruso, por Filippo Cifariello.

      Sentada en la primera fila de butacas, su esposa le dirigía miradas suplicantes para que abandonase el escenario.

    Regresó a la Ópera Metropolitana la víspera de Navidad, pero le fallaron otra vez las fuerzas. En los meses que siguieron fue operado siete veces a causa de abcesos pulmonares. Su salud pareció restablecida, pero ya no pudo cantar. El verano del año siguiente se embarcó para Nápoles, donde murió, a la edad de cuarenta y ocho años, en un hotelito que miraba a la espléndida bahía.

    Dorothy Caruso escribió en la biografía de su esposo estas palabras conmovedoras: «He estado al pie de la radio escuchando su voz maravillosa en los discos de un programa que se organizó para honrar su memoria. Mucho hubiera gozado él con este tributo. Su comentario habría sido: ¡Cuánto agradezco que aún se acuerden de mi!»
«Selecciones» del Reader's Digest. Tomo XI, núm. 66. (Imágenes añadidas para este sitio).
____________________


Aria Vesti la giubba, de la ópera I Pagliacci, de Leoncavallo. Grab. en 1907.

La espledorosa Celeste Aïda, de la ópera Aïda, de Verdi. Grab. en 1911.

La emotiva Addio a la Madre (Adiós a la madre), aria de Cavalleria Rusticana, de Mascagni. Grab. en 1913.



Aria Rachel, con un final de intenso dramatismo, de la ópera La judía (La juive), de Halevy. Grab. en 1920.
____________

No hay comentarios: