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Cuando de elogios
se trata...
¿Por qué una palabra amable nos hace sentir incómodos, torpes y aun desconfiados? Podemos aprender a recibir los elogios con más gracia y a decirlos con sensatez.
Por Sally Wendkos Olds
Decimos que la adulación insincera nos repugna, pero la alabanza auténtica nos agrada. En realidad, el elogio, «el más dulce de los sonidos», según Cicerón, incomoda a la mayoría de las personas. Aunque deseamos, necesitamos y generalmente buscamos en forma indirecta las alabanzas, casi nunca sabemos qué hacer al oír que nos las dicen.
Cuando Charles Edgley y Ronny Turner cursaban el doctorado en sociología,(*) un condiscípulo suyo exteriorizó gran incomodidad al felicitarle el maestro por haberse desempeñado bien en el examen final. Tal actitud tocó una cuerda sensible en Turner y en Edgley, quienes de común acuerdo resolvieron estudiar a fondo el fenómeno del elogio.
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(*) Ambos fueron profesores adjuntos de sociología; Turner, en la universidad Estatal de Colorado; Edgley, en la universidad Bautista y en la universidad del Estado de Oklahoma.
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Organizaron un equipo de investigación integrado por diez estudiantes, los cuales se dedicaron a escuchar las conversaciones de los jóvenes universitarios y, siempre que sorprendían un elogio, interrogaban al elogiado. Las conclusiones de ese estudio, ya publicadas, demuestran que el 65 por ciento de las personas alabadas reconoció haber sentido cierta incomodidad, incluso cuando los cumplidos se consideraron sinceros.
¿Por qué tantas personas aceptamos el halago de una palabra elogiosa con el recelo con el recelo con que recibiríamos una bomba de tiempo envuelta como regalo? De ese estudio se desprenden las siguientes seis razones principales:
1ª La mayoría de las personas se sienten obligadas a devolver el elogio, así como sentimos el deber de corresponder a una invitación a cenar o a una tarjeta de Navidad. Algunas se preocupaban hasta el grado de creer que todas sus relaciones con el elogiante dependen de esa correspondencia; pero a casi todas les desagrada quedar en deuda con quienes les alaban y tratan de estar a la par con ellos en cuanto pueden.
Refiriéndose a tal apremio para devolver los cumplidos, Sidney Simon, profesor de pedagogía en la universidad de Massachusetts, lo ha llamado síndrome del contraelogio. «Muchas personas no pueden sufrir que las alaben, y por tanto se sacuden el elogio que les dirigen apresurándose a corresponderlo», comenta.
2ª Educadas desde la niñez para no alabarse a sí mismas, muchas personas tampoco soportan el oírse encomiar, pues esto podría tomarse como vanidad. La cantante folclórica Jean Ritchie, recordando su niñez, relata: «Mi madre solía poner una mesa espléndidamente servida cuando tenía invitados, ante los que luego se excusaba diciendo: Perdonadme, pero esto es todo lo que tenemos. Así nos enseñó a conducirnos. Por tanto, cuando comencé a cantar y la gente venía a decirme que les había gustado mucho, yo me resistía a aceptar sus elogios: temía parecer demasiado engreída».
3ª El hecho mismo de proferir una alabanza implica que quien la expresa asume, al menos por el momento, la actitud de juez para con su interlocutor. Cierto director de una escuela de segunda enseñanza se siente receloso cuando recibe un informe favorable de un representante de los maestros de su institución, «pues que él me elogie hoy implica que tiene también el derecho de criticarme mañana».
4ª Algunos sospechan que quienes los ensalzan ocultan un designio ulterior. Turner y Edgley descubrieron que las palabras elogiosas entre hombres y mujeres se juzgan generalmente insinuaciones amorosas. En el ámbito de los negocios, los elogios suelen tomarse como un medio de cerrar una venta o para asegurarse en lo sucesivo el favor de aquel a quien los dirigen.
5ª Los cumplidos también son causa de que nos preocupe no poder repetir aquello que nos han alabado en determinado momento. Acaso ocurra que el agente de publicidad cuyo cliente comenta: Esa campaña que hizo usted dio excelentes resultados, se alarme con la idea de que su próxima campaña quizá no los logre en el mismo nivel. Por ello, aun las personas de mucho éxito temen las alabanzas directas.
6ª Cuando recibimos el elogio de algunas personas, nos quedamos pendientes de sus labios, por temer que sus encomios no sean sino un preludio a sus críticas. Tal vez digan: Si eres tan inteligente, ¿cómo fracasaste en álgebra? O bien: Tienes muy buen gusto para vestir, pero ese traje... Haim Ginott, especialista en psicología infantil, sentenció: Es más fácil y menos desconcertante ser objeto de elogios sinceros o de una crítica franca, que vérselas como una dolosa mezcla de ambas cosas.
Como las alabanzas pueden provocar tal desasosiego, a todos nos aprovecha aprender tanto a darlas como a recibirlas. Un profesor de psicología educativa aconseja: Al alabar a alguien, no conviene exceder los límites de su tolerancia. Si lo hacemos exageradamente, la persona elogiada nos dirá: Ese no soy yo realmente. No quiero que diga usted que valgo tanto, pues sus palabras me hacen pensar que soy falsa apariencia.
Ginott afirmó un segundo principio: El elogio directo de la personalidad resulta, como el resplandor directo del sol, molesto y deslumbrante. En sus clases y en sus libros recomendaba el empleo de la descripción más que el de los adjetivos, insistiendo en que es preferible describir lo hecho por una persona a calificarla. Por ejemplo, en vez de decir a su hijo: ¡Qué fuerzas tienes!, un padre expresaría lo mismo al comentar: Hace falta mucha fuerza para mover ese banco de trabajo, pues pesa mucho. El mismo principio se puede aplicar también a los adultos.
Por supuesto, no faltan personas que se acostumbran de tal modo a las alabanzas, que viven, virtualmente, pendientes de los elogios. Elisa, joven muy inteligente y atractiva, se había visto colmada de loas toda su vida: la ponían por las nubes sus padres, sus maestros, los amigos con quienes salía de paseo. Hoy, tras cinco años de casada, su marido le prodiga cada vez menos halagos. Dirigente de negocios, esta señora siente que sus colegas y rivales del sexo masculino son muy parcos en sus elogios. Privada del constante incienso a que estaba acostumbrada, empezó a sentir las angustias de una crisis de identidad.
Sometida a tratamiento, Elisa aprende ya a advertir por qué llegó a depender a tal punto de la aprobación de los demás, con lo cual se ha aplacado su anhelo de halagos. La gente no debería depender de esta constante reafirmación exterior para confiar en sí misma, comenta su psicoanalista. Necesitamos tomar conciencia de nuestras propias cualidades y limitaciones para poder valorarnos en la justa medida.
No obstante, a todos nos hace falta una buena dosis de aprobación. No conozco a nadie que sufra por el constante reconocimiento de su valor, asegura el profesor Simon. A la mayoría se nos ha corregido y criticado tanto que, cuando alguien nos alaba, nos resistimos a creerlo. Entonces nos decimos que, si la gente nos conociera de veras, nos se expresaría en términos tan halagüeños. Simon enseña a sus alumnos a vencer esta inclinación a la autocrítica y a aceptar de cuando en cuando que se les refuerce un poco en lo positivo.
Tal vez el modo más importante de saborear un cumplido estribe en saber cómo reaccionar ante él. En general, la mejor respuesta consiste en decir sencillamente ¡Gracias! ... aunque tengamos que reprimir el impulso de contestar: ¡Ah! ¿Este vestido? Lo compré en un baratillo. Cierto pintor confiesa: Antes no sabía qué decir cuando la gente expresaba su admiración por mis obras. Ahora me limito a responder: ¡Gracias! ... También yo estoy muy contento de lo que logré en este cuadro. Si no me siento especialmente satisfecho de él, me basta con decir: ¡Gracias! ... mientras en mi fuero interno reconozco que mis exigencias artísticas son mayores que las de otros.
«Selecciones» del Reader's Digest, tomo XI, núm. 60. [Condensado por el R. D. de Today's Health].
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