Enjuiciamiento de animales
.
Cuando se procesaba a los animales
Por A. Alexander
Cierto día de 1442 se constituía en la plaza de abastos de Zurich el tribunal que debía entender de una causa grotesca. Magistrados con el traje e insignias de su cargo tomaron asiento en el estrado erigido frente al palacio de justicia; un macilento alguacil, puesta en alto la negra vara de su oficio, ordenó en voz resonante:
—¡Traed al acusado!
Viose llegar a este mandato, en recia y pesada jaula, el ser cuya suerte iba a decidirse. ¡Era un corpulento lobo al que juzgarían con toda la solemnidad por la muerte de dos niñas!
Un docto fiscal inició la vista de la causa con los cargos contra el reo; una abogado no menos docto defendió al culpable. Se adujeron en pro y en contra interpretaciones legalistas; acusador y defensor citaron en su apoyo respectivos textos de reconocidas autoridades; llamóse a declarar a los testigos. Por último, el tribunal declaró convicta a la hirsuta fiera y la condenó a morir en la horca. Sin más dilación, en medio de la algazara de la muchedumbre, se procedió a dar cumplimiento a la sentencia.
Los juicios en que el acusado era un irracional se cuentan entre las ceremonias más fantásticas de la Edad Media. No fueron, por otra parte, infrecuentes: un historiador enumera doscientos en el solo espacio de un siglo.
Sirva de ejemplo el estrafalario espectáculo que ofreció en 1386 la antigua villa normanda de Falaise cuando se juzgó allí al cerdo acusado de la muerte de un niño. La vista de la causa fue motivo de fiesta a la que asistió el pueblo en masa. El tribunal conceptuó con toda seriedad que cumplía decapitar al reo. Vistieron al desafortunado puerco ropas de hombre, y lo azotaron y mutilaron antes de llevarlo al tajo.
El caso más común de fechorías de animales domésticos era el de niños muertos por cerdos. Vagando en libertad por villas y aldeas, estos animales venían a ser una especie de policía de sanidad. Nunca dejaban de acudir adonde hubiese desperdicios o cualquier clase de basuras, y la vida semimontaraz los había vuelto tan fieros, que todo niño de corta edad peligraba en su presencia.
En 1547 juzgaron en Sévigny una cerda con sus seis lechones, acusados de haber dado muerte y devorado a un niño. El abogado defensor supo hacerlo tan bien, que sólo la cerda fue condenada a muerte, en tanto que las crías salieron absueltas, por considerar el tribunal que lo tierno de su edad y el mal ejemplo materno las eximía de culpa. Sin embargo a las tres semanas los mismos seis cerditos comparecían de nuevo ante el tribunal por haberse negado el dueño a salir fiador de que no reincidirían. Temió el hombre que los malos instintos de la madre se manifestaran en la prole.
El hijo de un joven porquerizo borgoñón pereció el 5 de septiembre de 1370 víctima de tres cerdas que, por lo visto, creyeron que el muchacho trataba de maltratar a sus lechoncillos. Toda la piara quedó presa, acusada de complicidad. Alegó el dueño que los lechones debían ser absueltos, y el duque de Borgoña, convencido por sus razones, falló que solamente las tres marranas debían sufrir la pena capital, «aun cuando los otros cerdos que presenciaron la muerte del niño no trataron de defenderle».
También hubo juzgamientos de toros bravos. En 1341 murió en Moissy un hombre de resultas de las heridas que le infirió uno de estos bovinos. Encerraron al culpable en la cárcel, como a cualquier otro preso —según lo acostumbraban en aquellos días cuando el animal era de gran corpulencia—, lo juzgaron y lo sentenciaron a morir ahorcado.
El tribunal de Dijón condenó en 1639 a la última pena un caballo culpado de la muerte de un hombre. En época aún más cercana a la nuestra, en 1694, el tribunal superior de la provincia de Aix sentenció a la hoguera una yegua. Tanto en uno como en otro caso, se conceptuó que el animal estaba endemoniado; y de las declaraciones de testigos vino a resultar... que el caballo y la yegua obraron con premeditación al cometer sus crímenes.
Al tratarse de roedores o de insectos —difíciles ambos de aprisionar en gran número— correspondía juzgarlos a los tribunales eclesiásticos antes que a los civiles, probablemente en atención a que allí donde no alcanzaba el brazo de la justicia ordinaria llegaría sin duda alguna el poder de los anatemas. De este modo, una vez que varios de los roedores o insectos eran juzgados, convictos y ejecutados con todos los requisitos de la ley, se fulminaba anatema contra el resto de sus semejantes.
En la vista de las causas seguidas a irracionales se acudía a cuentos recursos concedían las leyes. Fue así como un gran jurisconsulto francés, Bartolomé de Chasseneux, nació a la fama en 1521. El tribunal que entendía de la causa seguida a las ratas que destruyeron la cosecha de cebada de la provincia de Autún, nombró defensor de los roedores a Bartolomé de Chassenuex, joven abogado en aquel entonces. Cuando éstos no comparecieron a la primera citación, el defensor sostuvo con buenas razones que la citación había pecado de insuficiente, pues sólo se hizo en forma local, sin que comprendiese a todas las acusadas, que eran las ratas de la diócesis entera.
Tampoco obedecieron las ratas a la nueva citación. Bartolomé de Chasseneux alegó entonces que el temor a «gatos mal intencionados» perteneciente a los demandantes cohibía a sus defendidas para salir de los agujeros. Arguyó, por añadidura, que la citación implica que se provea de seguridad al citado durante el tránsito, así de ida como de regreso. Por lo que, concluyó el defensor, era de justicia que los demandantes prestasen crecida fianza de que sus defendidas no correrían riesgo de verse maltratadas en el camino. Conceptuó el tribunal que procedía conceder lo solicitado por el defensor; no quisieron los demandantes exponerse a perder la fianza, y la causa quedó sobreseída.
En 1499, el abogado defensor de un oso que causó graves daños en las aldeas de la selva Negra, acudió al peregrino expediente de sostener que al oso debía juzgarlo un jurado en que sólo sus iguales tomaran asiento. La discusión de este punto obligó a aplazar por más de una semana la vista de la causa.
Los tribunales de aquellos tiempos llegaron al extremo de juzgar con todo el aparato judicial y condenar por asesinato a perros atacados de rabia. Lo que es más: estaba expresamente estatuído que el perro hidrófobo no pudiese alegar en su descargo la locura, bien así como que, por cada persona o animal que hubiese mordido, debía castigársele con sucesivas mutilaciones, que empezaban por la pérdida de las orejas, la de la cola y seguían con la de las cuatro extremidades. Tras de suplicio tan bárbaro, venía la última pena.
En los juicios de animales entraban a veces en juego diversos aparatos de tortura, con los cuales se pretendía obligar al reo a decir la verdad. Los bufidos o alaridos que lanzase el animal torturado se consideraban confesión de culpabilidad.
Ocasiones hubo en que se aceptasen irracionales en calidad de testigos. Un hombre al cual acusaban de una muerte ocurrida en su casa, compareció ante el tribunal llevando a su gato, su perro y su gallo. Cuando declaró bajo juramento ser inocente y ninguno de los tres animales le contradijo, los jueces lo absolvieron sin más averiguaciones. La presunción fue que de haber mentido ese hombre, Dios habría obrado el milagro de contradecirle por boca de los animales para que el homicidio no quedase impune.
La justicia medieval llamaba virtualmente a todo irracional, desde el insecto hasta el cuadrúpedo, a responder de sus actos. Los cerdos, gatos, cabras y perros, si eran de color negro, hallaban a los jueces predispuestos en contra suya, pues se estimaba que ese color era el preferido de Satanás, y característico de sus apariciones cuando se presentaba convertido en animal. A las serpientes y los gatos los quemaban a veces en cestas suspendidas sobre hogueras, sin dejar de observar, por supuesto, todas las formalidades prescritas por la ley en tales casos.
No ha habido quien halle explicación racional a esos juicios en que eran parte los brutos. Según se colige, el hombre del Medioevo creía que los animales podían estar poseídos de los demonios, o, a lo que se infiere, ser en algunos casos el mismo demonio, que adoptaba la forma de cerdo o de macho cabrío. Con frecuencia esos juicios no pasaban de ser espectáculos crueles, muy del gusto de una época en que las diversiones era a un tiempo escasas y brutales.
«Selecciones» del Reader's Digest, tomo XVI, núm. 92. (Condensado por el R. D. de Nature Magazine).
No hay comentarios:
Publicar un comentario