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martes, 30 de noviembre de 2010

Remedio extraordinario para las enfermedades nerviosas.

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Remedio extraordinario contra las enfermedades nerviosas
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En la siguiente carta enviada hace muchísimo tiempo a una publicación francesa, se describe un remedio singular para curar las enfermedades nerviosas.
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(Carta dirigida a los redactores del Diario de Economía rural y doméstica).
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París. 1.° de Prairal, año 11.
Señores:
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La seriedad con que publican Vds. todo lo que puede ser útil a la humanidad, me da motivo de aguardar que tendrán a bien insertar en su diario un remedio tan sencillo como fácil contra las enfermedades que provienen de los nervios, de cuyos felices efectos he sido yo propio testigo. El hecho es este.
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Comiendo yo hace poco en Ivetot en la fonda del Sr. Julienne, me quedé sorprendido de ver servir la mesa a su hija, a quien había visto algunos antes baldada. Un ataque de nervios la había dejado tal que estaba enteramente privada del uso de las manos y aun del de los pies; tenía los dedos medio cerrados y rígidos como si fuesen de hierro; no podía extenderlos y todos los auxilios de la medicina habían sido inútiles para proporcionarle el menor alivio. Estaba pues enteramente exhausta y sin esperanza alguna de remedio, cuando una mujer de Vandrenil, que de casualidad hallábase en casa de unos parientes, le prometió completo restablecimiento con la condición de que aceptara sujetarse a un remedio cuya eficacia tenía experimentada en sí misma por haber padecido el mismo mal. Este remedio consiste en formar un lecho de masa hecha de harina de trigo y agua hirviendo, y cubrirse después con otra capa igual hasta el pescuezo por espacio de seis horas. Se tuvo al principio semejante remedio por cuento de viejas; pero en adelante viendo que los facultativos con toda su ciencia nada podían adelantar, logróse que la enferma se resolviese a ponerle en práctica. Hicieron con harina —se entiende sin quitar el salvado— y agua hirviendo una porción de masa con que cubrieron una cama en la cual se tendió la enferma, echándole después encima otra capa de masa, de modo que quedó empanada hasta la barbilla.
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A poco rato notó en sí la enferma una abundante transpiración, y todavía no habían pasado cuatro horas en aquel estado cuando se quedó admirada de ver que podía mover pies y manos, aumentándose insensiblemente la facilidad de hacerlo hasta recobrar enteramente su juego.
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La sacaron de la masa y la trasladaron a otra cama que estaba bien caliente, y en fin por este método obtuvo una curación perfecta, de forma que al verla tan desembarazada y ágil nadie es capaz de sospechar que ha padecido tal enfermedad. D. F.
Manual de sanidad y economía doméstica, por Augusto Carón.

miércoles, 24 de noviembre de 2010

La fragata «Eagle», una presa de guerra.

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La fragata «Eagle», una presa de guerra
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El «Eagle» fue la fragata alemana «Horst Wessel», nombre de un joven nazi. En los astilleros Blohm & Voss de Hamburgo, el 12 de junio de 1936, fue lanzada la «Horst Wessel», que hoy sirve de buque-escuela al U.S. Coast Guard. A la ceremonia asistió el propio Hitler ya que se trataba del primero de cuatro veleros iguales, ordenados por él para instruir a los futuros oficiales de la Kriegsmarine de Alemania.
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Se trata de una hermosa nave de 90 metros de eslora, 1.800 toneladas, tres palos, casco metálico, propulsado alternativamente por su velamen o el motor diésel que tiene incorporado. Durante la II Guerra mundial, el buque fue destinado al mar Báltico y sin perder su condición de buque-escuela, transportó abastecimientos para las tropas que guarnecían esas costas. Debidamente artillado, su bitácora consiguió que su fuego lograse abatir a tres de los aviones que le atacaron en diversas ocasiones. En los últimos días de la resistencia de Alemania, la «Horst Wessel» se dirigió al puerto militar de Kiel, pero no pudo arribar debido al toque de queda impuesto por su autoridad. Debió hacer una larga espera en las afueras del puerto, lo que la liberó del furioso bombardeo que destruyó esa noche gran parte de las instalaciones portuarias y produjo severas pérdidas entre las naves que allí se encontraban.
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PRESA DE GUERRA.—Tras la rendición de Alemania, el velero terminó en Bremerhaven, donde fue recibido como presa de guerra por el comandante Gordon McGowan, del Servicio de guardacostas de Estados Unidos, y una pequeña dotación de oficiales y tripulantes. Las instrucciones eran, primero, sacar el buque del estado de desastre en que se encontraba y luego llevarlo a Estados Unidos. Había una dura condición para McGowan: tendría que restaurarlo sin gastar un dólar americano sino a costa de Alemania, y con el trabajo de la tripulación alemana que había quedado a bordo. En un comienzo las relaciones entre los marineros estadounidenses y alemanes fueron, justificadamente, muy tensas; pero se distendieron al integrarse todos al duro trabajo de restaurar el navío. Para los alemanes era un motivo de orgullo colaborar en la recuperación de un buque que era la joya de su armada. Para los norteamericanos era un verdadero tesoro que testimoniaba su victoria, e iba a sumarse al historial de su Servicio de guardacostas. Esos elementos, actuando en paralelo, permitieron alcanzar un ambiente de camaradería al cual aportaban alegría las dificultades idiomáticas que se les presentaban a cada instante. La misión encomendada fue una tarea larga y muy difícil, porque estaban en un país destruido y cada vez que McGowan iba a la dirección de algún fabricante especializado en busca de piezas y repuestos navales se encontraba con que el edificio de esa empresa o taller era un montón de escombros. Según cuentan las crónicas de la época, la solución llegó con el hallazgo de las bodegas del muelle donde, antes de la guerra, operaban los trasatlánticos alemanes Bremen y Europa. Allí habían gran cantidad de repuestos y piezas de todo orden que fueron muy útiles para devolver al buque su antigua categoría.
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LAS ÁGUILAS.—En medio de las grandes tareas de restauración, hubo otras menores, pero no por ello menos importantes. Fue largo de cambiar la totalidad de los letreros en alemán que estaban en todo el barco y en gran número en los mecanismos y la máquina. Simbólico fue quitar el mascarón de proa que representaba un águila al estilo nazi, la que portaba una cruz gamada entre sus garras. Se la cambió por la representación del águila de cabeza blanca que es el ave heráldica de Estados Unidos. El 15 de mayo de 1946, en Bremerhaven, el «Eagle» entró oficialmente al Servicio de guardacostas de Estados Unidos. El buque debió sortear una severa dificultad antes de partir. La tripulación estadounidense no alcanzaba para maniobrar un velero construido para ser operado al estilo antiguo, a fuerza de brazos, desde las velas hasta el ancla. Cabe mencionar que la operación de izar el ancla requería de cuarenta hombres. Lo anterior no era una dificultad en sus orígenes, porque la dotación original era de 220 cadetes, quince marineros y catorce oficiales. La de marinos norteamericanos era muy inferior y carecían totalmente de experiencia en maniobras de vela. Como era lógico, el cruce del Atlántico se aparecía al comandante McGowan como una travesía muy riesgosa. La solución fue el astuto uso de una iniciativa de post-guerra: Estados Unidos había autorizado la contratación de marinos alemanes para servir a bordo de dragaminas estadounidenses, en el proceso de limpiar los mares de los millares de minas que habían sido instaladas durante la guerra. Se contrató a la tripulación alemana del ex «Horst Wessel» para ese efecto y se llevó a Estados Unidos a bordo del «Eagle», en un viaje que sirvió para el traspaso de su experiencia a los nuevos tripulantes. El velero «Eagle» es hoy uno de los orgullos tradicionales del Servicio de guardacostas de Estados Unidos. Según sus jefes, la formación de sus oficiales a bordo de una fragata es de tal calidad, que el costo de la mantención de la misma en las excelentes condiciones en que se encuentra, se justifica plenamente y el origen de la adquisición, su condición de presa de guerra, enorgullece a los ciudadanos de Estados Unidos que ven en ese buque el testimonio de su valentía durante la guerra.
Fuente: revista Nuestro mar. N.° 232/30. El Mercurio de Valparaíso, de enero de 2003. Fotografía: US Coast Guard Website.

miércoles, 10 de noviembre de 2010

Cándido da Silva Rondón


Cándido Mariano da Silva Rondón (1865 – 1958), el extraordiario prócer que civilizó la selva amazónica de manera pacífica. El siguiente es un curioso e interesante artículo, escrito en la época en que el mariscal Rondón aún vivía en este mundo. Se sabe muy poco de este héroe, y se ha publicado este artículo tratando de llenar un poco ese vacío.
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«Yo soy soldado, pero he consagrado toda mi vida a demostrar por los hechos que la razón es superior a la fuerza bruta».
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Cándido da Silva Rondón, 
el civilizador de la selva
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(Condensado de «The Pan American»)
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Por Desmond Holdridge
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     En uno de los majestuosos edificios del barrio comercial de Río de Janeiro, hallamos sentados ante sencillo escritorio, en un despacho sin pretensiones, a uno de los hombres más notables de América. Es bajo de estatura y extraordinariamente ancho de pecho; recio de músculos y más derecho que un huso. En sus ojos, acostumbrados a sondear la selva, brilla la sagacidad del hombre al que nada se le escapa y que de nada se olvida. Acompaña la conversación con ademanes expresivos. Su genial cortesía se manifiesta por igual al dictarle una carta a la taquígrafa y al hablar con un ministro. Salta a la vista que lleva sangre india en sus venas: aunque todos le tomarían por un sesentón bien conservado, tiene sus ochenta años cumplidos.
     El hombre del cual estamos hablando es el general Cándido Mariano da Silva Rondón, a quien el Brasil debe la conquista pacífica de cerca de 65o.ooo kilómetros cua-
drados de tierras antes inexploradas. Ha fijado con exactitud una de las líneas fronterizas más largas del mundo, y agregado al mapa de su patria quince ríos, algunos de los cuales figuran entre los más caudalosos del mundo; ha tendido millares de alambres telegráficos en los inmensos despoblados del interior del país; ha pacificado tribus salvajes que durante tres siglos habían recibido al hombre civilizado con flechas de dos metros de largo, y ha aportado al museo nacional de Río de Janeiro miles de ejemplares de seres orgánicos e inorgánicos de que los sabios no tenían ni noticia. Casi todas las sociedades geográficas del mundo le han hecho objeto de honrosas distinciones.
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    La maravillosa carrera de este hombre principió en las circunstancias más humildes que puedan imaginarse. Nació en 1865 cerca de Cuyabá, remota capital del estado de Matto Grosso, cuyas poblaciones parecen esparcidas al vuelo en una región agreste. Tuvo por padre al hijo de un bandeirante (explorador de la selva) de San Pablo, y de una india terena; y por madre a una india borora. A la edad de dos años quedó huérfano.
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     Aprendió las primeras letras con su abuela materna, que, a su vez, las había aprendido en las haciendas de familias acomodadas donde trabajaba. Uno de sus tíos le costeó los estudios en la escuela. El muchacho era excepcionalmente talentoso, y tenía aptitudes especiales para las matemáticas y la ingeniería. A los dieciséis años, terminada la segunda enseñanza, se sometió a examen para ingresar a la escuela militar de Río de Janeiro. Mientras, lleno de esperanza, aguardaba la decisión, trabajaba de secretario en una oficina pública de Guyabá.
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     Su condición social era para él una gran desventaja. Difícil era que un huérfano desvalido de familia obscura pudiese entrar en una escuela de primera categoría en competencia con centenares de jóvenes pertenecientes a familias acaudaladas de alta posición y grande influencia. Sin embargo, los funcionarios públicos del lugar, movidos por la diligencia y capacidad de Rondón, lo recomendaron a las autoridades superiores, las cuales le asignaron una plaza en la escuela militar.
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     Allí se dio a estudiar con sumo esmero el mapa del Brasil. Llamóle la atención el gran número de espacios extensos del mapa en que no se leía sino esto: “Región desconocida habitada por indios salvajes”. Observó también que había fronteras interminables sin líneas que las definiesen con precisión, por cuanto para trazar los linderos no se disponía sino de tratados vagos celebrados hacía varios siglos. Consecuencia de esto era, por ejemplo, que el descubrimiento de una mina de oro en las regiones fronterizas originara acres y ruidosas controversias entre el Brasil y la región vecina, pues cada parte podía demostrar, con antiguos y fehacientes documentos, que la mina estaba dentro de su territorio..
     La cuestión de los indígenas presentaba también muchas dificultades. La gran importancia que habían cobrado las caucheras del Amazonas, al par que convertía a Manaos en la ciudad donde la riqueza per cápita era mayor que en ninguna otra ciudad del mundo, atraía gran número de aventureros faltos de todo escrúpulo. Hacían éstos irrupciones en las aldeas y caseríos de los indios, de donde se llevaban todos los hombres fuertes, para ponerlos a trabajar como esclavos en la construcción de trochas y en la extracción de caucho, y las muchachas más bonitas para satisfacer su lujuria.
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     Pensando en esto, Rondón se preguntaba cómo podía remediarse. La fundación de los Estados Unidos del Brasil en 1891 le deparó la ocasión de hacer algo en ese sentido. El nuevo régimen resolvió tender una red telegráfica en el interior del país. El mayor Gómez Carneiro, encargado de la instalación de unos 64o kilómetros de telégrafos entre Cuyabá y Araguaya, escogió por ayudante a un teniente recién salido de la escuela militar: Cándido Mariano da Silva Rondón.

     A poco de principiar el trabajo, surgieron desavenencias con los indios bororos. Sin embargo, la suavidad con que les trataban los militares, y los regalos que les hacían, convencieron pronto a los bororos de que estos hombres de uniforme eran muy distintos de los bandidos “civilizados” que habían saqueado antes los pueblos. Establecióse la paz, y trece meses después quedaba tendida la primera línea telegráfica del inmenso estado de Matto Grosso.
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     En los diez años que siguieron, Rondón se ocupó en la instalación de líneas telegráficas y en la benéfica labor de poner fin a odios y refriegas que habían afligido al país durante tres siglos. Se tendieron cerca de 3.2oo kilómetros de alambre, atravesando regiones que antes se habían creído impenetrables. Rondón formó un cuerpo de ayudantes enérgicos y leales; hombres vigorosos y perseverantes que sin quejarse ni abatirse podían pasar meses enteros en el corazón de la selva. En su tratamiento de los indios se guiaban por la política de Rondón, de no hacer nunca fuego a los indios, por hostiles que éstos se mostraran, ni llevarse nada de ningún pueblo.
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     A los empedernidos y belicosos invasores de la selva que no confiaban sino en la fuerza bruta, semejante práctica
les parecía un despropósito; pero Rondón logró excelentes resultados en una tribu tras otra. Sirva de ejemplo el modo como se captó la amistad de los nambicuaras, que habitaban en la región del fabuloso río Juruena. La primera vez que los vio fue un día en que le atacaron por sorpresa con flechas. Las dos primeras que le lanzaron no le dieron, aunque le pasaron muy cerca. La tercera se clavó en la bandolera. A no ser por esta correa, la flecha le hubiese traspasado el corazón. El golpe lo desconcertó y le hizo perder por un momento el equilibrio en la silla; pero pronto recobró su sangre fría y siguió llamando a los indios con palabras de paz y amistad. Atónitos y confundidos al ver conducirse de este modo a aquel hombre extraño, al que, según les parecía acababan de clavarle una flecha en el pecho, los indios emprendieron la fuga. Rondón y su gente dejaron en el lugar regalos de hachas, machetes y telas, y continuaron su marcha. Los indios no volvieron a atacarles.
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     Pocos años después, Rondón volvió a entrar con su cuadrilla en la tierra de los nambicuaras . Un sendero muy trillado indicaba la proximidad de un pueblo grande. Rondón partió hacia él con dos de sus compañeros, después de ordenar a los otros que esperasen. Tropezaron a poco con cinco indios fornidos que no llevaban armas y les condujeron pacíficamente al pueblo. Allí fueron recibidos y festejados con ruidoso entusiasmo. Les obsequiaron con maíz, frutas, carne de mono ahumada, gusanos asados, cigarros negros, que casi espantaban por lo descomunales, y zumo de piña silvestre, conservado en calabazos de gran tamaño. Rondón no había fumado nunca cigarros; pero, sabiendo que si rehusaba el que le ofrecían inspiraría desconfianza, lo aceptó. Al día siguiente llevó un grupo de indios a su campamento, donde, en medio de la mayor cordialidad, hubo abundancia de regalos de una y otra parte.
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     Actualmente, los nambicuaras tienen colegios, iglesias y médicos. Reverencian la bandera verde y amarilla del Brasil que Rondón les llevó como símbolo de paz y de reforma voluntaria. El gobierno les garantiza la posesión de sus tierras y les reconoce el derecho de conservar sus creencias y costumbres. Pero, bajo la benigna influencia de Rondón, los indios las van abandonando gradualmente y entrando en las vías de la civilización. El idioma portugués se generaliza más y más entre ellos. La vida agrícola va va reemplazando la nómada, y todo se va modernizando.
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     Los indios llaman al telégrafo «la lengua de Mariano». Cuando oye este nombre, tan curioso como significativo, Rondón deja escapar una sonrisa entre burlona y satisfecha. «Hubo un tiempo —dice— en que los indios robaban el alambre del telégrafo para hacer objetos de adorno; pero cuando se les hizo ver que el telégrafo servía para comunicarse a gran distancia, cesaron de meterse con él. Sin embargo, como se nota por el nombre que le dieron, tuvimos que recurrir a una figura de retórica, que ellos tomaron casi literalmente, para acabar de convencerles».
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     El medio de que se valió Rondón para llevar a cabo sus planes y captar la buena voluntad de los indios fue un cuerpo de colaboradores que organizó en 1910, y al cual dio el nombre de «Servicio de protección a los indios». Se promulgaron leyes que garantizaban a los moradores de las selvas la posesión inestorbada de sus tierras y les protegían contra la usurpación y la explotación. En todo el interior del país se establecieron puestos de pacificación y de relaciones mutuas, que poco a poco fueron atrayendo a los indígenas.
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     Al mismo tiempo que se efectuaba esta conquista pacífica, se rectificaba el mapa del Brasil. La Comisión de Rondón, como generalmente se llamaba el mencionado servicio de protección al indígena, señaló el verdadero curso de ríos que en los mapas viejos aparecía con errores de hasta 16o kilómetros, y marcó el de otros que no figuraba en tales mapas. El más famoso de los ríos que se hallaban en este último caso es el de la Duda, cuyo curso se marcó en el mapa cuando Teodoro Roosevelt fue al Brasil. El famoso yanqui quería explorar el río y verlo con sus propios ojos, y Rondón lo llevó a aquellas regiones remotas. Cuatro meses pasaron juntos explorándolo, hasta su confluencia con un río ya conocido. En los mapas actuales el río de la Duda figura con el nombre de río Roosevelt.
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     Con la valiosa cooperación de Rondón, el gobierno del Brasil se ocupó enérgicamente de llevar a cabo su programa de inducir a las naciones vecinas a que nombrasen comisiones que trabajaran con la Comisión de Rondón. Centenares de expertos han explorado las selvas fronterizas, levantado planos y trazando líneas, y hoy casi toda la frontera terrestre más larga del mundo está indicada definidamente en los mapas. En 1932 estuvo a punto de estallar una guerra entre Colombia y el Perú, con motivo de una disputa de límites que causó varias escaramuzas en la región de Leticia, pueblo colombiano situado sobre el río Amazonas. El que la disputa se arreglara sin hostilidades más graves, se debió en gran parte al prestigio y la cordura de Rondón, que era el delegado brasileño a la comisión mixta internacional nombrada para ventilar el asunto, y también presidente de la comisión. Las dos partes contendientes tenían el derecho de apelar a la Sociedad de Naciones, pero no hubo ninguna apelación.
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     Rondón pagó por su triunfo diplomático con la pérdida total de la vista de un ojo, y la pérdida parcial de la del otro, como resultado de una fuerte tracoma que contrajo durante los cuatro años que trabajó sin descanso en la comisión. Sólo su maravillosa resistencia le ha librado de achaques peores. Ha pasado cincuenta años en lejanas tierras incultas, muchas de ellas malsanas, y hoy, a los ochenta años, es admirable ejemplo de vigor físico e intelectual. Siempre cansaba a los que viajaban con él; aun a los indios. Una vez, dirigiendo un grupo de jinetes, todos los cuales estaban ya agotados, se detuvo a las once de la noche, se desmontó tan fresco como si tal cosa, y les dijo:
     —Cenaremos ahora, y emprenderemos otra vez la marcha a la una de la mañana.
     ¿Cómo podemos seguir sin más que una hora de sueño?le preguntaron quejumbrosamente.
Rondón, mirándoles con aire de sorpresa, contestó:
     —Pero, amigos, ¿es posible que ustedes no sepan dormir en la silla?
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     Algunos hombres que le han acompañado en sus expediciones han dudado, antes de conocerle bien, de la resistencia casi fabulosa que la fama le atribuye y que se ha convertido en una especie de leyenda. Uno de ellos, atleta de veintiocho años, dijo una vez fanfarronamente: «El general es más de dos veces mayor que yo, y no tiene mi aguante, ni con mucho. Que apueste a andar conmigo y le cansaré hasta que la lengua le cuelgue sobre la pechera como corbata». Naturalmente, alguien le contó la ronca a Rondón. Sin demora invitó al atleta a que fuera con él a inspeccionar una trocha nueva. Partieron a paso tremendamente veloz, como desbocados. El atleta sonreía y hacía muecas con aire de desprecio y de triunfo; pero, después de dos horas de marcha al mismo paso, principió a dudar y dejó de sonreír. A las seis horas, dijo con voz desfalleciente que quizá conviniese comer algo.
     —No, nocontestó Rondón—; yo nunca como cuando estoy inspeccionando una trocha.
     Como una hora después, el fachendoso atleta se dejó caer, y tendido en el suelo, desmadejado y acezando, dijo con voz entrecortada:
     —No puedo dar un paso más.
Rondón le miró despreciativamente y le contestó:
     —Bien lo sé, y así lo esperaba. Como usted ve, éste es el monte; no un gimnasio. En adelante, piense usted bien lo que dice antes de hacer declaraciones y promesas jactanciosas a sus compañeros.
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     Otro ejemplo de la pasmosa resistencia física de Rondón ocurrió al fin de la expedición al río de la Duda. Acompañó a Roosevelt y a los otros expedicionarios a un vapor cómodo , donde se despidió de ellos. En vez de regresar él también por mar a Río de Janeiro, volvió a internarse en la selva e hizo por tierra el viaje de más de 3.ooo kilómetros.
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Rondón ha sufrido casi todas las enfermedades tropicales.
Ha tenido muchos ataques de malaria que hubiesen matado a un hombre de menor resistencia. En una exploración que hizo para la instalación de una línea telegráfica, le dio una fiebre tan fuerte, que el médico le dijo que era preciso que regresase a Río. «Usted puede regresar si quiere, doctor contestó Rondón; pero yo me estaré aquí dirigiendo la expedición hasta que terminemos la tarea».
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Las regiones que Rondón exploró tienen enormes potencialidades agrícolas, mineras y ganaderas. En las del extremo occidental hay petróleo. En varias partes hay oro y diamantes. Encuéntranse bosques enteros, que apenas si se han tocado, de algunas de las maderas más finas del mundo, y abundan el caucho y la balata.
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     Al presente, los brasileños hablan sin cesar de la marcha al oeste. Las carreteras y los ferrocarriles van penetrando en los que eran vastos despoblados cuando Rondón los exploró por primera vez, y empiezan a fundarse allí ciudades modernas. Millones de gentes encontrarán hogar y subsistencia en estas regiones recién sometidas al imperio del hombre. Tal vez en ellas hallen asilo muchos europeos desdichados a quienes la guerra ha dejado en la miseria. «Nosotros dice Rondón les recibiremos con los brazos abiertos. Que vengan. Aquí hay lugar bastante para quienes quieran trabajar».
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     «Todos los que nos conocen —agrega—, saben que nosotros los brasileños no somos amigos de la violencia. Yo soy soldado, pero he consagrado toda mi vida a demostrar por los hechos que la razón es superior a la fuerza bruta. ¡La matanza de los indios! Muy fácil es matarlos; ¡pero cuán poco se logra con ello! Naturalmente, es más difícil recurrir a la razón, y esto a veces requiere más valor. Mis compañeros, que decían: Quizá muramos, pero nunca mataremos, eran en verdad más valientes que los caucheros ignorantes que hacían fuego a cualquiera que no llevase pantalones».
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     «Los mismos sentimientos y la misma política nos guían en nuestras relaciones con el resto del mundo. Esta fe en la eficacia de la paz da a quienes la profesan un poder y una confianza de que el adorador de la violencia es incapaz».
«Selecciones» del Reader's Digest. Tomo XII, No. 70.