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sábado, 12 de febrero de 2011

Las visitas de cumplido.

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Las visitas de cumplido
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por Noel Clarasó
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.La visita consiste en pasar un tiempo en casa de otro, y el cumplido en pasar mucho tiempo sin repetir la visita.
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. Las visitas de cumplido son indispensables para el engranaje social y obedecen a una técnica en la que nuestros padres y nuestros abuelos eran consumados maestros. Hoy están cayendo en desuso. Nos hemos vuelto huraños, y sólo nos gusta recibir a los que son amigos de verdad y de los que no podemos recibir nada nuevo porque ya nos lo han dado todo. Los hombres nos agotamos pronto y necesitamos renovar las amistades para que soplen aires nuevos en nuestras casas.
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. Hace sólo veinte o treinta años todavía se cultivaba entre las mujeres la visita de cumplido. Ellas eran las encargadas de sostener la llama sagrada de las relaciones sociales y de propalar las noticias para que todo el mundo supiera a qué atenerse respecto a los demás. Las mujeres tenían entonces lo que se llamaba «día de recibo». Este día se quedaban en casa y tenían la puerta abierta para todos los conocidos. Estas visitas se hacían por turno riguroso y nunca dos veces seguidas. Cada señora llevaba una cuenta de las visitas hechas y de las recibidas.
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. La cuenta se llevaba en una libreta de direcciones. En ella se anotaban por orden alfabético los nombres de todas las amistades con la dirección y el día de recibo de cada una. Las visitas recibidas se marcaban con una señal. Las devueltas con otra. Cada temporada las señoras hacían algunos centenares de visitas. Nunca se daba nada de comer durante la permanencia de las visitas.
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. Luego se introdujeron costumbres forasteras que desterraron las nuestras. La visita de cumplido se substituyó por el té. Pero el té cuesta dinero; el té y todo su acompañamiento, y se comprende que no se admita a todo el mundo sino a grupos muy limitados organizados de antemano. Este nuevo sistema es un verdadero fracaso y está llamado a desaparecer. Uno ya sabe quién ha de ir a su casa y no hay probabilidad de sorpresa.
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. Antes, la dueña de la casa se sentaba en el sitio de honor de su salón a las cinco de la tarde y esperaba a las señoras. Éstas acudían y eran presentadas y luego también se visitaban. Así se ampliaba el círculo de las amistades particulares y todo el mundo se conocía. Nuestros padres sabían perder el tiempo mejor que nosotros.
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. La antigua visita de cumplido está llamada a desaparecer, y es una lástima. Las autoridades deberían protegerla como se protege la caza, obligando a cada señora a quedarse en su casa un día al año, por lo menos. Este día, todas las amistades tendrían el derecho de acudir a la casa compensado con la obligación de recibir en su día en la suya.
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. En algunas ciudades de segundo y tercer orden todavía se cultivan las visitas de cumplido, pero tienen poco interés. Todo el mundo se conoce, y no se acude a ellas con el deseo de ampliar el círculo de las relaciones, sino únicamente para hablar desconsideradamente los unos de los otros y enterarse mutuamente de las últimas noticias. Es decir, se convierte el medio en fin.
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. En general, las visitas de cumplido en las grandes ciudades son consecuencia de algún viaje, de la estancia en un balneario o del varaneo. Se han pasado diez días cerca de otra familia y al despedirse se comunican mutuamente las direcciones y el ruego de una visita. Cumplen una vez cada familia y se dejan en paz. Con una vez basta para enseñar la casa, que en tales ocasiones es el único fin de las visitas de cumplido.
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. Los hombres son reacios por naturaleza a las visitas de cumplido. No les gusta perder el tiempo en compañía de sus mujeres; pero, por si algunos de ustedes se ve obligado a tomar parte en una de estas ceremonias, intentaré explicar todo el ritual de rigor.
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. Antes de señalar un día para la visita, la mujer repite cien veces al marido:
. —Hemos de ir a casa de los Magínez.
. El marido le da largas al asunto y solicita aplazamientos con excusas cada vez menos consistentes. Por fin se resigna y la señora queda por teléfono en un día y una hora.
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. Aquel día, a la misma hora, el marido tiene tres o cuatro ocupaciones importantes. Las abandona a ruegos de su mujer y el matrimonio llega a casa de los Magínez de bastante mal humor. Sin embargo, sonríen los dos, y los Magínez no se dan cuenta de nada.
.. El señor y la señora Magínez están muy contentos con la visita y los dos expresan su satisfacción con palabras altisonantes. Los visitantes se excusan por haber tardado tanto tiempo, los Magínez se lamentan y después se hace el primer silencio. El señor Magínez, que es un hombre ameno, de mucho mundo, rompe el silencio con una frase que demuestra su gran espíritu de observación:
. —Tenemos un invierno muy frío.
. Es cierto. Todos son del mismo parecer. El invierno es terriblemente frío. La señora Tabárrez (este es el apellido de los visitantes) tiene buena memoria y compara este invierno con el anterior:
. —El año pasado no empezó el frío hasta noviembre.
. —He observado —añade el señor Magínez— que el tiempo está dando un cambio. Antes, en mi juventud, los inviernos eran menos fríos y los veranos menos calurosos.
. El señor Tabárrez, que también sabe sostener una conversación, se apodera de la palabra “juventud” y la glosa con gran maestría:
. —Si usted se atreve a hablar de su juventud, ¡qué he de hacer yo!
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. El señor y la señora Magínez le replican que él está muy bien conservado, y que parece mucho más joven de lo que es. Esta es una afirmación gratuita, porque ninguno de los dos tiene una idea exacta de la edad del señor Tabárrez. Este exclama con un gesto de superioridad, como si tener una edad determinada fuera un mérito excepcional:
. —¡Ya he cumplido los cincuenta!
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. Los señores Magínez le aconsejan que no se lo diga a nadie. Hace sólo una hora, mientras esperaban la visita, ella aseguraba a su marido que no había visto otro caso de vejez prematura como la de este pobre Tabárrez.
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. Las dos señoras suplican a sus maridos que abandonen el tema de la edad. Les asusta tener que confesar la suya. Los maridos obedecen y se hace el segundo silencio. Como se ve, una conversación en una visita de cumplido, está dividida, como las comedias, en actos y entreactos.
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. Ahora le toca el turno de lanzar un tema a la señora Tabárrez.
. —Viven ustedes en un barrio muy céntrico.
. —Eso, sí —exclama la señora Magínez orgullosa de poder alabar las ventajas de la calle del Pino sobre las de la calle del Olmo, pongo por caso. Y hace un panegírico de su barrio, que es tan céntrico como todos los que distan del centro unos setecientos metros. Se entiende del centro castizo y antiguo de la ciudad, del núcleo. La señora Tabárrez expone las ventajas de su barrio y los maridos ayudan a sus mujeres. De este episodio de la conversación se puede sacar la consecuencia de que las dos familias viven en los dos únicos barrios habitables de la ciudad.
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. De pronto, la señora Tabárrez se acuerda de que los Magínez tenían una maginecita, y pregunta sobresaltada y rápida para subsanar el olvido:
. —¿Y la niña?
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. La niña está preparada desde hace una hora y ya está harta de esperar en su habitación. La madre la llama y ella saluda a los visitantes, primero a ella y después a él, con una genuflexión muy distinguida que le han enseñado las monjas. Es una niña corriente, más bien feúcha y deshilvanada, pero la señora Tabárrez recibe su presencia con grandes muestras de asombro. Se admira de lo mucho que ha crecido, de lo guapa que está, de lo bien que le sienta el vestido. Una hora más tarde le dirá a su marido que para tener una hija como aquella prefiere quedarse con las ganas.
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. Los Magínez se miran en los ojos, más bien pequeños y apagados de color, de su hija y les duele que los Tabárrez no participen en los adelantos prodigiosos que la niña está haciendo en el piano. Los Tabárrez se miran a hurtadillas; están dispuestos a todo —ya dan la tarde por perdida—, y se disponen a oir una pieza que la señora Tabárrez habían logrado tocar también en su primera juventud. La recuerda y finge una sincera emoción que está muy lejos de sentir.
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. Gigí (este es el nombre familiar de la niña, que se llama Asunción como su madre) termina la pieza después de tres paradas, de dos retrocesos, de una vez que la mamá le ha dado el compás y de dejarse en el tintero aquel trozo tan difícil que no le sale nunca. Los Tabárrez aplauden y los dos manifiestan su convicción de que la niña tiene un gran sentido musical, y que sería una verdadera lástima que dejara de tocar el piano.
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. Las dos señoras se dan cuenta de que ellas también lo han tocado en su juventud y de que las dos lo dejaron al casarse. Siempre sucede lo mismo. El piano parece incompatible con la vida matrimonial. Los maridos lamentan que sus mujeres no les amenicen sus veladas con alguno de aquellos trozos que contribuyeron a despertar sus corazones, y las dos se defienden diciendo que ¡hace tantos años que no tocan, que ya no les corren los dedos!
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. Acabado el tema de la música, se hace otro silencio y esta vez lo rompe el señor Tabárrez. Hace rato que sus ojos no se apartan de uno de uno de los muchos cuadros que están colgados allí en la pared esperando que alguien se ocupe de ellos.
. —¿Es un Villaespesa? —pregunta.
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. No, no es un Villaespesa; es un Pérez Blanco. Al señor Tabárrez, por la factura, le ha parecido un Villaespesa. Resulta que los dos señores son aficionados a la pintura, aunque ninguno de los dos entiende gran cosa y no son capaces, a primera vista, de distinguir un Villaespesa de un Pérez Blanco. El señor Magínez se levanta e invita a su amigo a examinar toda su colección. Mientras dura la visita de los cuadros, las dos señoras hablan de lo mal que se está poniendo el servicio. La señora Magínez tiene la costumbre de acariciar de cuando en cuando, mientras habla, los cabellos de su Gigí y de interrumpirse para dirigirle una frase y un suspiro:
. —¡Ya te darás cuenta, hija mía!
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. El examen de los cuadros dura mucho más de lo que pudo suponer el señor Tabárrez cuando se interesó por el Pérez Blanco. El señor Magínez le cuenta toda la historia de cada una de las piezas de su colección. El señor Tabárrez alaba las primeras con énfasis y con frases casi de crítico de arte. Después sólo dice que son muy bonitos y, por fin, acaba sólo moviendo la cabeza. Sin embargo, gracias a que está de pie resiste todo el examen de la colección sin dormirse. Y no sólo no se duerme, sino que conserva la lucidez necesaria para pensar que el señor Magínez entiende tanto en pintura como él en sánscrito, y que los comerciantes han aprovechado una ocasión para sacarse todos los muertos de encima.
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. La voz de la señora Magínez interrumpe los pensamientos del señor Tabárrez.
. —Espero que merendarán ustedes con nosotros.
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. La señora Tabárrez dice que ya es muy tarde, que muchas gracias, que no faltaba más; pero la señora Magínez insiste y los cuatro se levantan y se dirigen al comedor en donde la mesa está servida con el mejor mantel de que se dispone en la casa y el servicio de las grandes ocasiones, desde las cuatro de la tarde. A la señora Magínez le gusta preparar ella misma la mesa con tiempo. No se fía de las criadas, y menos ahora que el servicio está de esta manera.
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. El señor y la señora Tabárrez están a régimen los dos, pero no se atreven a decirlo. Se limitan a comer lo estrictamente necesario para quedar bien o sea una cantidad suficiente de huevo, harina, azúcar y mantequilla combinados en distintas formas, para arruinar el estómago más fuerte. Beben de cuando en cuando para facilitar la ingurgitación, y cuando ya no pueden más, la señora Magínez les presenta unas natillas hechas en casa, rellenas de mermelada de tomate cuya receta trajo su madre de Cuba el año 900. Los Tabárrez no tienen más remedio que introducir dos natillas cada uno en sus organismos. El señor y la señora Magínez, que se limitan a comer una naranja porque tienen prohibido tomar nada entre horas, no les dejan levantar sin administrarles como fin de fiesta un buen vaso de café con leche. La única que disfruta es Gigí. En su mesita aparte come abundantemente de todo.
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. Después de la merienda la conversación languidece y el señor Tabárrez sugiere la idea de marcharse. Se lo dice primero en voz baja a su mujer y ésta se duele mucho de tenerse que despedir inmediatamente después de la merienda. Le es absolutamente necesario comprar alguna cosa y ya son cerca de las siete. En esto dice la verdad. Su esposo, por lo menos, está pensando hace rato en la farmacia.
. —Todavía no han visto ustedes la casa —advierte la señora Magínez—. Han visto algo, pero no todo.
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. Los cinco personajes en orden de batalla, la niña delante que abre la puerta y da las luces, la señora Magínez detrás, seguida de la señora Tabárrez y por fin los dos hombres que siguen con cierta indiferencia, se asoman a la cocina, al balcón que da a la calle, a los dormitorios, al baño. La señora Magínez advierte:
. —Lo encuentran ustedes todo de cualquier manera.
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. Es mentira. Lo ha hecho limpiar todo y ha sacado de encima de los cristales del baño lo menos treinta objetos distintos. Una de las particularidades de la casa es la distribución de las habitaciones. No hay pasillo (con este truco los propietarios se ahorran mucho espacio) y el servicio queda completamente separado. El matrimonio forastero se asoma a la habitación del servicio y a la ducha y al W. C. El servicio sólo tiene ducha. Ya basta.
. —Al fin y al cabo —añade la señora Magínez—, nosotros casi no usamos más que la ducha.
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. La casa, a pesar de la distribución y del W. C. para el servicio, es espantosamente igual a todas las casas de la ciudad, pero el señor y la señora Tabárrez no parecen darse cuenta y alaban cada uno de los detalles como si ellos vivieran en una cueva de ladrones y fuera la primera vez que vieran tanto lujo.
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. Diez minutos después, en la escalera, la señora Tabárrez exclama:
. —¡Qué gente más pesada!
. —Tú te has empeñado en venir.
. Y el matrimonio Tabárrez aprovecha la ocasión para pelearse por segunda vez aquella tarde.
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. Al día siguiente, los dos se acuerdan de la merienda, aunque sólo uno de ellos, ella —las mujeres son más débiles—, se vea obligada a guardar cama.
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.     El arte de perder el tiempo.

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