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sábado, 14 de mayo de 2016

El diseño precursor


El diseño precursor

¿Qué vendrá después?

Por Otto F. Reiss

    Es propio de la naturaleza humana querer cambiar las cosas que nos rodean. Nos fastidia nuestra casa, y la pintamos de nuevo o nos mudamos de piso. Nos cansamos de la marca habitual  de nuestros cigarrillos o de la mermelada diaria del desayuno, y probamos otras clases. Al vernos en el espejo nos molesta incluso nuestra apariencia exterior. Una mujer en esta disposición de ánimo prueba otro peinado o se compra una prenda nueva. Un hombre quizá se ponga una corbata de lazo, decida dejarse crecer el bigote o se afeite el que tiene.

    Este continuo deseo de cambio se debe probablemente a que las cosas nuevas llegan a conocerse con mayor rapidez. Cuando, por ejemplo, la gente oye una canción por la radio dos o tres veces al día, se cansa de ella en seguida y pide otra música. Las últimas palabras pronunciadas en los anuncios comerciales radiados son: «¡Es algo nuevo!» La novedad se ha convertido en mérito por derecho propio, del mismo modo que puede ser ventajoso para una cosa ser más hermosa o más eficaz. Y no es necesario que un artículo nuevo contenga maravillas como las inventadas por Thomas A. Edison. 

    Las modas, por lo general, tenían que ver únicamente con vestidos, sombreros y zapatos. Pero hoy en día son cada vez más los artículos que se ven sujetos a los caprichos y variaciones de la moda. La moda varía el modo de disponer la mesa, las clases de tapicería, los estilos de los muebles e incluso los de las casas. El público lo quiere así.

    Un ejemplo es el afán de aerodinamizar, principal esfuerzo del proyectista industrial. La carrera hacia el aerodinamismo ha significado vender montañas de mercancías y ha dado ocupación a millones de obreros. Sin duda alguna, supone un gran progreso en la fabricación del automóviles, trenes y otros vehículos veloces. Pero, ¿porqué han de ser aerodinámicos los artículos estáticos? Ninguna ventaja ha proporcionado el aerodinamismo a los aparatos de radio, lámparas, básculas y otros mil objetos, si se exceptúa, quizá, la de un nuevo perfil contra el que nada puede el polvo. Buena idea es el aerodinamismo, pero sólo es una idea más. Hoy, los mismos proyectistas y dibujantes industriales empiezan ya a abandonarla.

    Todo esto lleva a la conclusión de que la gente quiere cambiar, cambiar continuamente. La razón de muchas ideas es la de cambiar algo por el solo gusto de cambiarlo. Y es una suerte que el público pida cada día novedades, pues si se contentara con lo ya conocido, el zumbido de la industria se detendría. La producción de nuestra época, de unos alcances antaño inverosímiles, debe ir acompañada de un rápido olvido de la antigua fabricación (1). Es el mejor medio de mantener en movimiento los engranajes y seguir pagando los jornales.
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(1) Esto es válido solo en caso de que las nuevas mercancías mantengan la calidad de las anteriores. En el caso de mercancías que se averían en poco tiempo, no se justifica mucho el cambio de modelo.
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   El deseo de cambiar va tan lejos que, en algunos casos, se abandonan cosas útiles. Las perchas de pared tenían un brazo largo y otro corto, los cuales servían para colgar el sombrero y la chaqueta, respectivamente; pero para darles una apariencia moderna, muchas perchas se han reducido a una simple clavija en la que no puede sostenerse ni siquiera una boina. La producción de cámaras fotográficas estereoscópicas para la obtención de fotografías en relieve se abandonó virtualmente bastante antes de la segunda guerra mundial. Un fabricante construyó máquinas de coser con ángulos y esquinas afiladas, cuando antes eran de curvas muy suaves. Las tapaderas, que mantenían calientes las salsas y los jugos, han desaparecido de las vajillas, pues de esta manera, según dicen, las fuentes lucen más en la mesa. Y así, los fabricantes de automóviles, que un año introducen mejoras utilísimas en los coches, tales como ruedas independientes, marcha superdirecta o calefacción interior, dejan de aplicarlas al año siguiente. El público quiere cosas nuevas por el mero deseo de la novedad.

    Lo cierto es que se advierte una tendencia a la mejora constante. A medida que el tiempo pasa, los vestidos, los artículos domésticos, las máquinas y los automóviles son más y más eficaces y más baratos, y siguen una línea perfectamente equilibrada en su diseño, aunque resulte imposible a los industriales crear un progreso básico cada temporada. Mientras tanto, dan a sus productos una forma aerodinámica, un alegre decorado novecentista o, sencillamente, los adornan con un trébol de cuatro hojas porque muchos clientes supersticiosos lo creen de buena suerte. No existe una idea final que acabe con todas las ideas. La consigna, particularmente en lo que a las mercancías se refiere, es la de que no existe diseño industrial o funcional, sino un algo para lo que debe crearse una nueva denominación: la de diseño precursor.

    Diseño precursor significa crear rasgos que se adelanten a la imaginación de la gente, tales como dotar de líneas aerodinámicas a un objeto o investirlo de cierto brillo supersticioso. No se necesitan cartabones para esta clase de dibujo.

    He aquí un ejemplo. En la década de 1940, la Compañía Ronson, contrató los servicios de la agencia publicitaria H. A. Salzman con objeto de incrementar la venta de sus encendedores automáticos. En principio, tales adminículos eran privativos de los hombres, y mientras los periódicos dedicaban columnas enteras a la moda femenina y a los temas domésticos, no había una sola sección periodística  en donde Salzman pudiera incluir sus anuncios sobre encendedores. Salzman sugirió a la casa Ronson la fabricación de un encendedor automático que hiciera juego, en una mesa puesta, con la vajilla de plata. Ronson fabricó ese encendedor. Y si un encendedor de caballero halla bien pocas veces espacio adecuado en los periódicos, téngase en cuenta que los redactores de las páginas femeninas de los mismos están buscando siempre nuevas ideas. Cientos de periódicos reprodujeron de este modo la fotografía del nuevo encendedor como el complemento de una mesa bien puesta, lo cual, no sólo divulgó el nombre de Ronson entre millones de lectores, sino que convirtió su nuevo encendedor en un objeto muy solicitado. Diremos de paso que se había concebido éste con un fino adorno floral, pues de haber sido aerodinámico habría desentonado con la vajilla de plata.
El encendedor propuesto por el publicitario: Ronson modelo Crown Silver Plate.
    Lo que hay que destacar en todo esto es que la idea para el nuevo artículo no fue fruto de un experto o de un técnico. El diseño precursor es algo que está al alcance de un comerciante, de un mecanógrafo o de un lego. En otras palabras, ¡de usted!

    El propósito de este capítulo es alentarle en la busca de ideas. Cuando atine usted con algo nuevo, asegúrese de ello, antes de llevarlo a la práctica, con un examen cuidadoso de todas sus facetas, pero no apunte demasiado alto; a menudo una idea sencilla se presenta con tanto acierto al público que se convierte en un gran éxito. Los periódicos comerciales anunciaron cierto día que unos guantes para caballero eran «revolucionarios», «lo más nuevo en guantes», «los guantes más discutidos en el mundo entero». Sin embargo, la única «idea» nueva que había en ellos era que el pespunte no seguía la línea recta usual, sino que estaba hecho en zigzag. Se vendieron miles de pares. En cambio, puede usted anular una buena idea si la menciona de pasada o ni siquiera la menciona. Las pastillas de jabón Pears, un producto inglés que estuvo en venta en los Estados Unidos, tienen una leve cavidad. Cuando se ha gastado la pastilla hasta el punto de reducirla a una delgada película, puede pegarse este sobrante a la pastilla nueva y las dos se unen formando una sola pieza. De este modo se evitan los residuos de jabón en el lavabo (2). Los fabricantes, sin embargo, llevados de su amor británico por lo sobrentendido, guardaron virtualmente secreta tal idea, y dicho producto pasó casi inadvertido.
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(2) Actualmente casi todos los jabones de tocador se fabrican con ese formato ideado por la Cía. Pears; sin embargo, la mayoría de la gente no sabe por qué las pastillas de jabón tienen esa concavidad. Es decir, las demás fábricas de jabón, además de copiar el modelo de Pears, han cometido el mismo error de no explicar al consumidor el objeto de dicho formato.—Sherlock.                     
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      Las ideas nuevas no deben ser humildes violetas. Haga usted cambios aunque sean insignificantes, pero no oculte modestamente el brillo de sus méritos. Posiblemente el público, en su perpetua pesquisa por la novedad, irá a buscarlos y se lo agradecerá.
Las ideas originales en los negocios. (Traducción de Jaime Vicens Carrió).
Véase también la opinión contraria:
 Cómo la manía de continua renovación es contraria a la perfección.

sábado, 7 de mayo de 2016

Gran Bretaña Madre Patria de la mitad del globo


Madre Patria de la midad 
del globo

Por James Morris
 El pueblo británico ha visto desmoronarse el Imperio ante sus propios ojos; no obstante, muchos de ellos están ciertos de que, bajo la actual, humillante superficie de frivolidad y frustración, la fuerza, el idealismo y la habilidad de Inglaterra  solo esperan la ocasión de manifestarse de nuevo.

    Menos de  un cuarto de siglo después de que el pueblo británico salió triunfante de la segunda guerra mundial, cuando nuestro extenso Imperio estaba aún intacto y nuestro prestigio parecía inexpugnable, de pronto nos dimos cuenta de que nuestra grandeza había desaparecido. El anuncio del primer ministro Harold Wilson de que Inglaterra renunciaría en breve a las últimas de sus responsabilidades en la región situada al este de Suez, anuncio que siguió al de la devaluación de la libra esterlina, expuesto poco antes, llevó al ánimo de la población inglesa el hecho de que ya no éramos una de las supremas potencias del mundo. La decadencia del Imperio Británico parecía ser completa.
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James Morris ha viajado por todo el mundo como corresponsal del Times de Londres y del Manchester Guardian, y ha escrito muchos libros acerca de lejanos lugares. Asimismo, escribió una Historia del Imperio Británico en tres volúmenes.
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    Por supuesto una minoría se había adaptado de tiempo atrás a esta pérdida de poderío, pero hasta ahora el público en general se había resistido a afrontar la realidad. Sermoneados durante veinte años por una petulante seudointelectualidad, para la cual nada de lo británico era bueno; acosados año tras año por las derrotas diplomáticas, las crisis económicas y la congelación de los salarios; viendo cómo se iban perdiendo las posesiones imperiales, los isleños, a pesar de todo, habían persistido irreflexivamente en su genial, civilizada forma de vida. Ahora, por primera vez en varios siglos, los ingleses experimentaban una profunda sensación de humillación colectiva. El general de Gaulle, con sus fatuas actitudes de repulsa, ha despertado en nosotros un sentimiento de impotencia y rechazo. La devaluación de la libra nos ha hecho pensar que durante una generación toda nuestra política ha estado mal enfocada y que nuestros sacrificios han sido inútiles. La antigua confianza en nosotros mismos ha desaparecido. «Ya no siento que seamos bien recibidos  me decía una señora—. Parece como si estuviésemos siempre al final de la cola, ¿verdad? Por eso no sé si iré al extranjero esta primavera».

    Por primera vez en mi vida, la nación parece alcanzar un momento de conciencia histórica. Más aun, si el abandono de un pasado imperial es un acontecimiento portentoso para los mismos isleños, no es menos trascendental para todo el mundo. Porque la Inglaterra imperial no fue solo un superestado más: Inglaterra, en sus días de gloria, revivió culturas estancadas, incitó a pueblos indolentes a la actividad, diseminó ideas técnicas modernas en escala de deja cortos a los bancos mundiales y a las agencias de fomento económico de la actualidad.

    Lo que fue aun más grandioso: de aquel viejo Imperio surgió todo un conjunto de nuevas naciones, desde los Estados Unidos hasta Nueva Zelanda, desde Malasia hasta Zambia. La Gran Bretaña fue la Madre Patria de la mitad de la Tierra, y esto ha hecho de su condición en la historia algo único, por eso la humillación del Reino Unido significa tanto para el resto del mundo: nadie puede concebir que a la imagen materna se la degrade.

    Yo puedo testificar por propia experiencia cuán hondo ha sido el innato respeto del mundo entero hacia la Gran Bretaña. En una existencia de constante viajar, nunca dejé de ver que las puertas se me abrían más fácilmente, que las sonrisas eran más prontas, que se me proporcionaban informaciones con mayor confianza, luego que declaraba mi nacionalidad inglesa. Ha sido esta inmensa acumulación de respeto (y de propia estimación) la que ahora se ha resquebrajado inopinadamente.

    Sin embargo, en cierto sentido, el carácter de inopinado de tal suceso es algo ilusorio. Es verdad que la desintegración del Imperio ha ocurrido en menos de veinticinco años; pero la tendencia a replegarse ha sido perceptible en Inglaterra desde hace más de un siglo. Ingleses hay de cuarenta y cinco o cincuenta y cinco años de edad que se lamentan frecuentemente del hecho de haber pasado toda su vida adulta en una atmósfera de retraimiento nacional; pero la verdad es que también sus abuelos, aunque crecieron en lo más ostentoso del apogeo del Imperio, ya se hallaban conscientes de la decadencia de la virilidad nacional.

    Porque la naturaleza mismo de su gloria encerraba las semillas que originaron la declinación del Imperio. Algunos imperios se levantan apoyándose en la fuerza bruta, otros con base en los recursos naturales; algunos dependen de una ideología, otros de la voluntad de un tirano. El Imperio Británico no se contó entre ninguna de estas clases. En su ápice comprendió una cuarta parte de la población mundial y cerca de un cuarto de la superficie terrestre. Sin embargo, estaba gobernado por una pequeña nación insular de muy pocos recursos naturales, guiada por una política que variaba bruscamente en las sesiones del Parlamento y sin firme base ideológica.

    El sentimiento imperial en Inglaterra alcanzó su ápice hasta las prostrimerías del siglo XIX. Hasta entonces la nación había observado la adquisición de colonias y el incremento de poderío mundial con una falta de interés que algunas veces estallaba en auténtica desaprobación. El epíteto de Gladstone para calificar las presas obtenidas de la expansión era: «Falsos fantasmas de gloria». La enorme riqueza del reino nada tuvo que ver con el Imperio. Fue la revolución industrial la que enriqueció a Inglaterra. Su política de libre comercio, practicada con fervor casi fanático, le dio una posición preeminente en los negocios. El Imperio fue incidental dentro de la verdadera vocación inglesa, que era ganar dinero.

  Únicamente cuando los ingleses vieron amenazada su preponderancia mercantil, hicieron del imperialismo una religión nacional. El Imperio Británico hizo valer sus méritos cuando los estadounidenses y los alemanes desafiaron la supremacía técnica de Inglaterra y sus mercados se empezaron a reducir.

    Fue entonces cuando por primera vez los ingleses se consideraron conscientemente a sí mismos como una super-potencia. El Jubileo de Diamante de la Reina Victoria, en 1897, fue organizado metódicamente como festival de poderío imperial, a fin de recordar a los extranjeros que detrás de esa pequeña isla se extendía todo un mundo de recursos y de energía humana. «Pensad imperialmente», rezaba la frase del día, y los ingleses hacían ondear sus banderas, batían sus tambores y sonaban sus trompetas con mayor fuerza, durante más tiempo y con mayor fervor que nunca.
Mapa del mundo de 1897 con el Imperio Británico marcado en color rosado.
    Por supuesto ello no era mera jactancia y sacos de dinero. Al considerarlo retrospectivamente, muy pocos negarán hoy los méritos de ese Imperio, por incapaces que sean de perdonar sus errores. Para millones de personas de todas las nacionalidades, el recuerdo del pabellón de la Gran Bretaña, ondeando sobre la tundra, el desierto o las islas fortificadas, es el doloroso vestigio de un mundo mejor y hoy perdido. El Imperio Británico era un instrumento universal de orden, un legislador, un campeón de la paz, un elemento estabilizador.

    Sin embargo, cuando el Imperio Británico cobraba todo su impulso, ya la nación británica en sí había madurado y era una democracia cabal. Después de siglos de hegemonía de la aristocracia, las reformas políticas y la educación popular convertían al pueblo en señores de su propio país. Era manifiestamente imposible que una nación animada de tales principios pudiese gobernar durante mucho tiempo un imperio que se mantenía unido principalmente por la fuerza. Como señaló Lord Cromer, gobernador británico de Egipto, el imperialista inglés perseguía ideales contradictorios: «El ideal del buen gobierno, que expresa la continuidad de su propia supremacía; y el ideal de la autonomía, que expresa la total o parcial abdicación de su preponderancia». 

    Fue en Irlanda, poco después del Jubileo de la Reina Victoria, cuando el conflicto moral del ideal imperial se presentó por primera vez a los ingleses. Al advenimiento de la democracia en Inglaterra, una influyente minoría del pueblo inglés empezó a comprender la justicia del caso irlandés.

    La cuestión irlandesa socavó la seguridad moral del Imperio Británico. La guerra de los bóers hizo vacilar su confianza material. La primera guerra mundial destruyó sus ilusiones de inmunidad. Después de esa guerra, la revolución social del tercer decenio del siglo agrietó la autoridad de las clases altas, de las que había dependido principalmente el Imperio. Los pueblos sojuzgados empezaban a pedir su emancipación.

    Yo nací cuando el pabellón inglés ondeaba aún sobre una cuarta parte del mundo. Aún recuerdo cuando Europa estaba a los pies de Inglaterra, cuando nuestra flota era conocida desde el océano Pacífico Sur hasta el círculo polar ártico, cuando nuestros ejércitos avanzaban a través de los continentes con un ardor y gallardía que hacían que los más poderosos de nuestros aliados se mirasen descoloridos. Yo he visto esa altiva confianza nacional disminuir en el curso de los años, cercenada por las circunstancias: acorazados eliminados, bases abandonadas, colonias emancipadas, abdicadas las soberanías, regimientos licenciados, los yacimientos petrolíferos nacionalizados, la libra esterlina reducida de noblesse oblige a la mendicidad. Ha sido todo ello una larga, ininterrumpida retirada.

    Sin embargo, observo, no sin asombro, que no estoy excesivamente amargado por tales cosas. Amo a mi anciana patria como siempre lo he hecho, así en los buenos tiempos como en los malos, me enorgullezco de sus virtudes tanto como me avergüenzo de sus errores. Aún siento un sobresalto en el corazón, cuando, mirando por la ventanilla de un avión, contemplo las campiñas húmedas y los lúgubres suburbios que aparecen intermitentemente entre la llovizna. Siento que cuanto Inglaterra ha sido me pertenece, que todo lo que habrá ella de ser pertenece a mis hijos. 

    Porque aún somos un pueblo formidable. Inglaterra sigue siendo la potencia militar más fuerte de la Europa occidental. Nuestras inversiones en el extranjero son enormes, aun mayores que antes de la guerra. Nuestra marina mercante es todavía la segunda del mundo. Inglaterra es la tercera entre todas las naciones comerciales y una de las principales proveedoras de ayuda técnica a las naciones aún en desarrollo. Nuestros científicos y técnicos no tienen igual en Europa. Florecen nuestros escritores, artistas, actores y músicos con vigor verdaderamente isabelino.

    Se dice que somos indolentes y perezosos. Parecemos un poco decadentes, con nuestras camisas de color de rosa y nuestros absurdos peinados. Sin embargo, cualquiera que nos entienda bien se da cuenta de que, bajo este menosprecio que hacemos de nosotros mismos, bajo esta frivolidad y frustración de la Inglaterra contemporánea, inmensos recursos de fuerza, idealismo y habilidad aguardan solo la ocasión de manifestarse de nuevo.

    Necesitamos, como pueblo, esa posición de responsabilidad en el mundo para la que hemos sido preparados. Algunos piensan que la encontraremos en Europa. Otros creen que la Mancomunidad nos la podrá dar aún. Por mi parte, pienso que como isleño intermediario, capaz de asociarse con todos y de vivir ecléctica, arriesgada, tal vez precariamente, llegaremos a descubrir otra vez nuestro propio espíritu.
«Selecciones» del Reader's Digest, tomo LVII, núm. 339. 
Condensado por el R. D. del suplemento dominical del Times, de Nueva York.                      

viernes, 6 de mayo de 2016

El Credo de Rockefeller


El Credo de Rockefeller

     Hace poco se descubrió en el jardín central del Centro Rockefeller, en Nueva York, un monumento a la memoria de su fundador, John D. Rockefeller. Allí, grabado en una lápida de mármol verde, está el Credo que rigió la vida del millonario y filántropo:

    CREO en el valor supremo del individuo, en su derecho a la vida, a la libertad y a la busca de la felicidad.

 CREO que todo derecho implica una responsabilidad; toda oportunidad, una obligación; toda posesión, un deber.

    CREO que las leyes se hicieron para los hombres, y no éstos para aquéllas; que el gobierno debe ser el servidor del pueblo y no su amo.

    CREO en la dignidad del trabajo, sea manual o intelectual; que la sociedad no le debe el sustento a ningún hombre, pero sí la oportunidad de ganarse la vida.

    CREO que el ahorro es indispensable a la vida bien ordenada, y que la economía es la base fundamental de toda estructura monetaria sana, ya sea ésta gubernamental, comercial o particular.

    CREO que la verdad y la justicia son fundamentos en cualquier sistema social perdurable.

    CREO en la santidad de las promesas; en que la palabra empeñada vale más que cualquier fianza; y que el carácter (y no la posición económica, de autoridad o social) constituye el valor supremo.

    CREO que el prestar servicios útiles es el deber común de la humanidad, y que sólo en el deber purificador del sacrificio se consume la escoria del egoísmo y se libera la grandeza del alma humana.

    CREO en un Dios omnisapiente y bondadoso sea cual fuere el nombre por el que se le conozca; y que las realizaciones más altas del individuo, su mayor felicidad y su más amplia utilidad, se encuentran en vivir en armonía con la Divina Voluntad.

    CREO que el amor es lo más grande que existe en el mundo; que sólo el amor puede dominar el odio; que el derecho puede triunfar y triunfará sobre la fuerza.

 Estos son los principios, independientemente de cómo estén formulados, que todos los hombres y mujeres buenos a través del mundo, sin importar la raza o el credo, la educación, la posición social o la ocupación, sostienen, y por los cuales muchos de ellos están sufriendo y muriendo.

   Estos son los únicos principios sobre los cuales un nuevo mundo que reconozca la hermandad de los seres humanos y la paternidad de Dios puede ser establecido.
John D. Rockefeller Jnr.
Placa de mármol en que está escrito el Credo.

miércoles, 4 de mayo de 2016

Cómo la manía de continua renovación es contraria a la perfección


Cómo la manía de continua renovación es contraria 
a la perfección

Por Noel Clarasó

    La obsesión de mejorar las cosas, o de hacerlas más comerciales como novedad, es uno de los signos de la vida moderna.

    Parece que nuestros abuelos creían en la perfectibilidad del hombre. Hoy, ante las muchas evidencias que desvirtúan esta convicción, la hemos reemplazado por una arraigada creencia en la perfectibilidad de las cosas. Creencia que tal vez oculta un simple deseo de rentabilidad debida a la presentación de un objeto cualquiera como novedad.

    Sabemos que no somos capaces de mejorar al hombre. Y parece como si, para compensarnos de esta deficiencia, nos dedicáramos a inventar una ratonera mejor, un mechero mejor que los muchos que ya existen en el mercado.

    Parece que esta tendencia o manía de perfección está orientada bajo cuatro dogmas. Así:

    1. No dejar ningún objeto en paz

    Éste es el mandamiento básico y un ejemplo bastará para ilustrarlo. Ahí tenemos, sobre la mesa, dos cascanueces. Uno es un utensilio heredado de los abuelos, cuya única función es partir la cáscara de las nueces. Está hecho por dos patas sencillas, articuladas en uno de sus extremos y con la superficie dentada todo a lo largo para asir fuertemente una nuez de cualquier tamaño. El otro cascanueces, recién aparecido como novedad en el mercado, es un hermoso aparato cromado, de diseño aerodinámico como hecho para no ofrecer resistencia al aire. Un instrumento de indudable eficacia si se tratara de lanzarlo a atravesar el espacio de un vuelo.

    Tenemos también algunas nueces. Y puestos a romperles la cáscara, usamos siempre el aparato heredado de los abuelos, del que tenemos la absoluta seguridad de que no falla nunca. Con el nuevo aparato tan bonito hemos fracasado demasiadas veces para preferirlo al antiguo.

    2. Encerrar las cosas herméticamente

    La ley del hermetismo en el encierro funciona con monstruosa precisión en el caso de muchos objetos comunes y corrientes, como son las latas de todas clases y los botes de cristal con tapadera metálica. Las latas, en tiempos de los abuelos, se abrían sencillamente con un abrelatas también de aquellos tiempos. Ahora, los abrelatas son aparatos mecánicos, eléctricos, que se enchufan y desenchufan y que, en general, cuando los recibimos están también herméticamente encerrados en envolturas de plástico. Antes, el sacacorchos de los abuelos nos abría fácilmente todos los frascos y botes. Ahora, los botes menos peligrosos, como los de mermelada, están tan herméticamente tapados que algunas veces preferimos regalar el bote a los vecinos antes de conseguir abrirlo. Y todos los envases de plástico llevan unos cierres tan herméticos que el contenido se puede conservar años y más años y, en efecto, se conserva siempre que no ha habido forma humana de abrir el bote.

    3. El tamaño que se supone correcto es siempre insuficiente

    Para ilustrar este dogma basta con citar los modernos vagones del curioso sistema de transporte urbano subterráneo que se llama metro. Dentro de esos vagones, el viaje cotidiano de los pasajeros se divide en dos períodos iguales: los X minutos que tarda el pasajero en llegar desde el sitio que ocupaba dentro del vagón hasta el andén que, en general, ya queda totalmente fuera del mismo vagón.

    4. Lo complejo ha de prevalecer siempre sobre lo sencillo.

    Bastarán dos ejemplos. Tenemos dos bolígrafos. Uno de ellos es de tipo antiguo, muy sencillo. Se puede dejar siempre destapado. La tinta dura mucho tiempo. Siempre escribe igualmente bien y siempre en el mismo color. El otro es un bolígrafo último modelo, con cinco colores distintos. Los colores se cambian por medio de un mecanismo que la tercera o cuarta vez deja de funcionar. De los cinco colores solo usamos uno, el negro; pero el único que sobrevive es un color de tierra estéril, que no usaremos jamás. Los otros cuatro dejan de funcionar el cuarto o quinto día, en honor al de tierra estéril. Cuando enseñamos nuestro bolígrafo de último modelo a un amigo, le decimos: Es una maravilla. Y mientras él lo examina sin llegar a descubrir como funciona, nosotros escribimos con el bolígrafo antiguo, sencillo y primitivo, que nunca deja de funcionar perfectamente bien.

Serie de preguntas como final casi elocuente

    ¿Pueden considerarse como verdaderos adelantos las ventanillas de los automóviles que se abren y se cierran eléctricamente y que están dotadas de una marcada tendencia a la avería?
    
¿Los objetos resultado de atrevidos diseños sustituyen alguna vez con ventaja a los objetos de formas antiguas a los que ya teníamos el cuerpo y el alma acostumbrados?

    ¿Los sillones de plástico que se hinchan y se deshinchan, sustituyen con ventaja a los antiguos sillones comodísimos donde se duerme casi tan bien como en una antigua cama?

    ¿Los satélites que ya pueblan el espacio, son el fruto de una curiosidad científica fundamental?

    ¿O acaso este empeño en comunicarnos con el deshumanizado espacio ultraterrestre, equivale a confesar que hemos sido incapaces de comunicarnos efectivamente con nuestros semejantes?

    ¡Misterio!