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domingo, 24 de marzo de 2013

Sir Kenelm Digby y los polvos de simpatía.


Sir Kenelm Digby y los polvos 
de simpatía

Por Lazare de Gérin-Ricard


    Si buscáis en alguna enciclopedia el nombre de Digby, encontraréis esta indicación: «Charlatán inglés, inventor de los polvos de simpatía, que vivió en el siglo XVII». Ahora bien, sir Kenelm Digby fue a la vez, alquimista, filósofo, diplomático, corsario y gran canciller de la reina de Inglaterra, viuda de Carlos I; amigo de Descartes, de Cromwell y del rey Jaime, que le había dado una autorización para combatir, bajo la bandera de Su Graciosa Majestad británica, a berberiscos y venecianos en el mar Mediterráneo. En cuanto a los «polvos de simpatía» cuyo secreto le fue revelado por un monje florentino que venía de las Indias, y con los que pretendía curar las heridas a distancia, ningún autor los toma en serio. Sin embargo, su discurso en la universidad de Montpellier sobre dichos polvos, es un documento muy curioso. Nos ilustra sobre los conocimientos científicos de la época y da a conocer al mismo tiempo las teorías de sir Kenelm sobre los átomos y el «bombardeo de los rayos luminosos». Teorías ciertamente mal establecidas, y de las que saca algunas conclusiones fantásticas, pero parecen estar muy adelantadas con arreglo a su tiempo.

    Por otra parte, he aquí las teorías en las que se basa la acción de su extraordinario remedio.

    La luz es un fuego sutil y rarificado, dotado de una velocidad formidable, y cuyos «dardos», cuando chocan con un cuerpo sólido, desprenden átomos minúsculos que se aglutinan en los mismos átomos de los que está compuesta la luz.

    El aire está lleno de estos átomos, lo que permite a este aire, si está cargado, por ejemplo, de átomos de frutos, de plantas, etc., tener virtudes nutritivas. Y en este punto, sir Kenelm invoca la alta competencia del Cosmopolita, el célebre alquimista desconocido que afirma en su tratado: Est in aere occultus vitae cibus

Sir Kenelm Digby.
       Hizo él mismo la experiencia, encerrando «pequeños viboreznos» en un recipiente tapado y agujereado. Al cabo de diez meses, sin haberles dado nunca alimento, «habían crecido más de un pie y pesaban en proporción». «Prueba innegable dice de que el aire lleva muchos átomos nutritivos».

    «Los átomos añade Digbyno solamente son puestos en movimiento por el aire, sino que sufren una atracción por la ley de simpatíaque les empuja hacia los de su especie y, naturalmente, esta atracción será proporcional a la importancia de la masa atrayente».

    Sir Kenelm nos da dos ejemplos, al menos inesperados, para el apoyo de su tesis: sabemos que una persona que tiene mal aliento no tiene más que inclinarse, durante algún tiempo , con la boca abierta en un sitio que huela mal, para que la gran masa «pestilente» atraiga a los átomos fétidos del  paciente y le libre así de su desagradable mal.

    El segundo ejemplo es, gracias a Dios, un poco más perfumado: sir Kenelm señala que en Inglaterra se importan, sobre todo, vinos de Canarias, de España o de Gascuña, países en los cuales la viña florece en diferentes épocas. Ahora bien, cada vino fermenta en el momento en que la viña «florece» en el país de origen, lo que demuestra que estas viñas atraen en el momento oportuno a los espíritus los átomosdel vino de su propia comarca.

    Una vez establecidos estos extraños postulados «científicos», Digby explica cómo deben usarse sus polvos de simpatía, que están hechos (lo dice él mismo) de polvos de vitriolo.

    «Tomad una venda manchada con la sangre de la herida que queréis curar, e introducidla en un recipiente que contenga una solución de vitriolo a la temperatura del cuerpo humano. Dejad todo expuesto a la luz y renovad la operación mañana y noche con una nueva venda ensangrentada. No sólo el enfermo se alivia desde la primera aplicación del invisible remedio, sino que se cura en algunos días. Al aglutinarse, los átomos de la sangre depositada en la venda con los del vitriolo bajo la doble acción de la luz y del calorson atraídos por la masa sanguínea de donde emanan, toman de nuevo su sitio en la herida, en las venas, y como están aglutinados con los átomos del aceite de vitriolo, éstos por una acción balsámicacicatrizan y curan».

    Para prevenir la objeción de que habría sido más fácil aplicar la solución de aceite de vitriolo directamente en la herida, sir Kenelm precisa que el vitriolo se compone de dos partes: una fija y la otra volátil. La sal de la fija es agria, corrosiva, cáustica; mientras que la volátil es suave, anodina, balsámica y astrigente. Por consiguiente, la aplicación directa de la solución sólo podía tener una acción nefasta en la herida. En total, su procedimiento se reduce a una operación química.

    Para demostrar la eficacia de sus polvos de simpatía nuestro sabio evoca una famosa cura obtenida en la persona de sir James Owell hombre de letras muy conocido en Franciay el testimonio que podían ofrecer el rey de Inglaterra, el duque de Buckingham y el médico del rey, que ya pensaba antes de la cura con los polvosen cortarle la mano a su ilustre herido para evitar la gangrena. Además, con el fin de demostrar que no hay ningún misterio, ninguna magia, ninguna brujería en sus curas, asegura haber transmitido el «secreto» de los polvos de simpatía al rey Jaime, «que hizo con ellos varias pruebas, en todas las cuales tuvo entera satisfacción»; al médico de este rey, que se los comunicó al duque de Mayenne, y cuyo cirujano vendió la fórmula a varias personas, de manera que «poco a poco se divulgó de tal forma, que apenas hay hoy un barbero de pueblo que no lo sepa». Esto huele un poco a charlatanismo y anuncia el siglo XVIII. 

    Con Juan Francisco Borri, nacido en 1616, en Milán, muerto en 1695, en la prisión del castillo de Santo Ángel, encontramos ya, y mucho más que con Digby, los ocultistas aventureros del siglo XVIII.

    Ya no son los Alberto el Grande o los Raimundo Lulio los que se entregan a la búsqueda de la piedra filosofal, sino individuos sin fe ni ley, condenados por todos los tribunales, laicos y religiosos.

    Borri, creador de una secta herética que veneraba a la Santa Virgen como la encarnación del Espíritu Santo, escapó algún tiempo a las prisiones de la Inquisición refugiándose en Holanda. Por todas partes hizo prosélitos y al menos encontró entre ellos quien le diese dinero. Los notables y grandes señores franceses ocultistas anunciaban también el siglo XVIII. El aire es ya europeo y las investigaciones de los alquimistas extranjeros tientan al «honesto ciudadano» francés que tiene ratos de ocio.

    Parece, sobre todo, que es en provincias donde los «notables» se entregan «sólidamente», como lo escribe un memorialista de la época, a la ciencia hermética. En Burdeos, Juan de Espagnet, presidente en el tribunal, escribe una obra titulada Arcanum philosophiae hermeticae.
    «Historia del ocultismo».